Tres críos conspiran bajo el toldo de la panadería, el único sin desflecar en esa calle de casas baratas. Un perro color canela jadea y orina brevemente sobre unos excrementos secos. Todos dicen que esa tarde la ciudad se va a derretir. Por la ventana de un primer piso, que no tiene cortinas, escapa la sintonía del telediario de las tres, el que siempre le pone Rosa a su madre. Hoy le ha vuelto a dar gazpacho porque la mandíbula aún no le ha soldado bien después de la paliza. Se sienta junto a ella y apoya las piernas en una mesa baja. La flebitis le molesta más los días de mucho calor.

Una mosca parece investigar entre los restos del conejo. Rosa reconoce que le ha salido muy bueno, aunque el mérito es del tomate frito que compró en el Día. Ha quedado un poco para la cena, si su hermano no se lo come antes. Le encanta, aunque casi no pueda masticarlo y se tenga que conformar con chupar los huesos. Hoy tampoco se ha quitado el pijama, pero por lo menos se ha duchado. Sus ojeras completan la decoración de esa casa con pocos muebles.

—Tráeme el café —Jose apenas vocaliza y sólo lo hace para dar órdenes.

—Te lo traes tú.

José María, así le bautizaron, se la queda mirando, más segundos de los que a ella le habrían gustado, y cierra una mano con fuerza. Resopla. Sus ojos zarcos traen malos recuerdos y peores presagios. Su pijama, sin mangas, desprende un olor rancio y no se le terminan de curar las llagas de los pies. Los tatuajes del trullo disimulan algo las de los brazos. Rosa no le quiere mirar, suda mucho, y sólo vuelve a respirar cuando él se gira y oye el tableteo cachazudo de las chanclas alejándose hacia la cocina.

La cafetera gorgotea, impaciente por expulsar su jarabe negro, impropio de una tarde de julio.

Un plato cae al suelo y se rompe.

—¡Ten cuidado, Jose, coño!

Silencio.

Por mucho que lo haya deseado, ni en sus peores momentos Jose se ha atrevido a contestar a la gorda cuando le duelen las piernas y está así de cabreada. La mama, en cambio, nunca consiguió ese tipo de respeto y por eso le tiene que pegar de vez en cuando.

Ana Blanco comienza con las noticias internacionales pero una Vespino con escape libre le roba el habla durante diez segundos. Su voz vuelve con el quejido de la cafetera.

—¡Jose quita el café, que se va a salir!

Silencio.

¿Silencio?

Un ruido ahogado hace levantarse a Rosa, que, morosa, va hacia la cocina. El pasillo es demasiado largo para una casa tan pequeña. La cisterna del váter sigue goteando y las camas están sin hacer. Ya llega: una chancla negra vuelta del revés es lo primero que ve.

Su hermano está en el suelo con los ojos muy abiertos y las manos en el cuello. Quiere respirar pero sólo da bocanadas inútiles. Sus brazos son una trenza de mimbre. Rosa sigue en pie, disfrutando de la corriente que entra por la ventana del patio de luces, y observa su cara, ya azulada. Puede imaginar el trozo de conejo perfectamente encajado en la tráquea herida.

Deja de mirarlo cuando escucha al canario de la vecina cantar, contento porque le han puesto agua y estrena plumas nuevas. Cierra el gas. Los quemadores tienen restos de grasa y son muy viejos. Como el frigorífico, y los armarios, y todo lo demás.

Aparta la pierna de Jose para no tropezar y coge una taza desportillada. Se quema con la tapa de la cafetera.