En primer lugar, debería usted tener en cuenta que en los entusiasmados casos en que uno se perfora el rostro con un bisturí, movido por el natural afán de permanecer indefinidamente tan adorable como un melocotón de temporada, esa esperanza de eterna juventud, es decir, la expectativa real de esa eternidad, en el mejor de los casos, alcanza aproximadamente veinte años, y esto siendo estadísticamente generoso. Habida cuenta de que una persona se abisma siempre en el negro ruedo de la milagrosa cirugía cuando descubre con horror que han desaparecido aquellas miraditas insinuadoras —qué bonito era sentir el ardor de la cajera del súper, examinándonos con ojitos tiernos mientras nos cobraba los pimientos—, es lógico suponer que esa desgraciada expectativa de vida, o de dulce eternidad, no podrá prolongarse demasiado.

Lo de menos, a quién le importa, es que se transforme uno, con esos remiendos faciales, en un grotesco espantajo. Lo de menos, al parecer, es acabar como el juguete averiado de la cadena de producción, como un malogrado explorador del espacio, abollado y ojoplático. Los niños, para quienes el mundo es una fiesta repleta de colorida diversión, y que no soportan la prohibición de señalar un defecto gracioso en los demás, reconocen de inmediato al individuo transfigurado en irrisorio monigote, y enseguida, con alegres aspavientos y risotadas, lo apuntan con el dedo: “¡Ahí va el muñeco Chucky!”, exclaman, y se eleva la aguda carcajada general. Ay, infancia cruel, que tanto se regocija estrangulando el pundonor ajeno.


Esos rasgos estereotipados, tan fácilmente identificables hoy: la estremecedora turgencia cigomática, la desafortunada estampa de unos labios envolviendo un salchichón, la aterradora certeza de los siete centímetros de pellejo facial fijados en el cogote con dos robustas grapas de acero, la atenazada sonrisa —horripilante mueca— tratando sin éxito de ampliarse en medio de esas mejillas anquilosadas, la visión escalofriante de unos ojos espantados que nos escudriñan sin expresión…, todo ese imposible semblante de viviente caricatura, decíamos, automáticamente estigmatiza a la persona, invirtiendo drásticamente —aquí ruge nuestro descomunal asombro— la supuesta finalidad del arreglo, el noble propósito original: en lugar de embellecer, se dinamita por completo la hermosa imperfección de un rostro humano. El sentido común, ese elemento tan vilipendiado en esta bulliciosa sociedad inmadura, en ocasiones nos tira de las orejas con violencia y nos recuerda que envejecer es parte del proceso, que, a pesar de los achaques y del inevitable deterioro físico, un ser humano tiene el derecho y la necesidad de llegar al final del camino aun sin los efímeros destellos de la juventud.


No se deje usted amedrentar por el implacable latido de las agujas del reloj. No tema el abrumador peregrinaje del tiempo. Hoy, la arruga, más que nunca —por contraste con el infierno de esas hordas deformes— se vuelve deliciosamente bella, como bellas lucirán mañana, por ejemplo, también por contraste, las personas sin tatuar. Convertirse en una pasa, amigo mío, también atesora su trocito de dignidad. Es la naturaleza, idiota.