Te levantas en busca de un vaso de agua y de un verso. En tu cabeza se repite el estribillo de una canción que no consigues recordar. Todavía no. Tu abuela decía: “quien borracho se acuesta, con agua se desayuna”. Piensas que un día deberías hablar de ello. El alcohol y la hipocresía y todo eso. Ha sido así desde los quince. Sobre todo el alcohol. Piensas que él debió sentirse igual todos los días de su vida. Todos no, dices.
Abres el grifo y dejas correr el agua unos segundos antes de llenar el vaso. Eso también lo aprendiste de tu abuela. Anoche cenaste con F. Vuestras cenas son siempre un exceso. Sobre todo mental. El alcohol y las palabras. Habláis de libros y cine y música. Habláis de vosotros mismos. A veces incluso de cosas triviales como los hijos. No es extraño que aparezca él en la conversación.
F. no te lo dice, pero cree que se ha convertido en una obsesión. Lo adivinas en la tregua verbal que os otorgáis para dar un sorbo a la cerveza y al Martini con limón. Uno de esos momentos que elegirías para repetir en bucle, si el cielo fuese así. Es mucho más simple: sois feos y fuertes y formales. Él también era feo y fuerte y formal. Por eso te lanzas a buscar un verso suyo. Como si las palabras pudieran salvarte.
Te lo presentó un amigo. A un escritor muerto no te lo pueden presentar, piensas. Sólo es una forma de hablar, dices. Te jactas de haberlo conocido en la edad adulta. Te sonaba su nombre porque habías visto un libro suyo en la estantería de tu compañero de piso. Recuerdas su título llamativo: La máquina de follar.
Nunca caíste en la tentación de leerlo. Estabas convencido de que no era más que un reclamo barato, un cebo. Por eso y porque en tu aventura universitaria sólo leías poemas. Ignorabas que acabarías leyendo toda su prosa, pero que necesitarías más de una vida para leer su poesía. Ignorabas que un día te levantarías con resaca y te abalanzarías sobre uno de sus libros y lo abrirías al azar.
Piensas que, de haberlo leído de adolescente, te habrías quedado en los excesos. R. te habló de él cuando estabas cerca de los cuatro decenios. Lo leíste tarde. Sientes que llegas veinte años tarde a todo. No, dices. Él llegó en el momento justo.
Devoraste las páginas de una antología que reunía relatos, poemas, fragmentos de sus novelas. Como el disco de grandes éxitos de una estrella del rock. Eso es lo que era, piensas. Luego querrías más. Leíste toda su narrativa en un estado de fascinación permanente. Después vendría la poesía. Cientos, miles, millones de versos que te acompañarían y te zarandearían para siempre, provocando en ti un vértigo continuo. Te empeñabas en encontrar un libro puro. No una antología de poemas que se repiten como versiones de una misma biblia. Sino un poemario publicado en vida como tal, concebido como una obra. Uno de sus verdaderos hijos, decías. Y lo encontraste: Ruiseñor, deséame suerte. Es el libro que hoy abres al azar. Lees: «el horror de la vida es ese enjambre de trivialidades que matan más aprisa que el cáncer y que siempre están presentes». Cierras el libro.
Vas a por otro vaso de agua. Te acuerdas de Pessoa: «la poesía existe porque el mundo no basta». De lo que no te acuerdas es de la canción que insiste sin tregua en tu cabeza. Te preguntas si en algún momento de la noche sonó, después de la cena con F., ya en las copas. Sólo sabes que va de un italiano y una guitarra. Él escuchaba música clásica. Mahler es un asiduo de sus relatos. También Brahms y Beethoven. En un poema suyo afirma que Stravinsky es el mejor. Un hombre rudo escuchando a los autores clásicos. Piensas en eso de que la música amansa a la bestias. Quizás sólo fuera una excentricidad.
Una vez soñaste con él. Soñar con alguien es casi lo mismo que estar con él. Por eso te gusta decir que casi lo conociste. Estabais sentados uno junto al otro en dos taburetes raídos de un bar de mala muerte. Él bebía y te sonreía. Llevaba un pájaro azul sobre el hombro. Luego escribiste esa novela en la que aparecía él como personaje. Algún día la publicarás.
Su vida y su obra se confunden con demasiada frecuencia. Él mismo era su protagonista favorito. Te acuerdas de un aforismo de Fuster; “los libros no suplen la vida, pero la vida tampoco suple los libros”.
Hace poco editaron un nuevo conjunto de relatos inéditos en castellano. Sentiste que recuperabas algo perdido. Creías que no ibas a leer nada más de su narrativa porque creías que lo habías leído todo. Su poesía seguirá ahí: infinita. Fue como si él hubiese regresado del mundo de los muertos para hablar contigo. Como si hubiese resucitado. Igual que en tu novela. Algún día la publicarás. No has querido leerlo entero. Todavía no. Saboreas uno de los quince relatos y guardas el resto durante un tiempo. Alargas el placer. Quieres retener contigo la rabia y la verdad con las que están escritos.
A veces sólo lo acaricias o lees el título al pasar, como si pronunciaras su nombre: Las campanas no doblan por nadie. La referencia a Hemingway te hace gracia. Siempre pensaste que él quería ser como Hemingway. Aunque lo desprecie en muchos de sus escritos. Amor y odio. Quizás sólo lo trataba como se trata a un padre, dices. También crees que Hemingway hubiera deseado ser como él, si lo hubiese conocido. Tal vez si hubiese leído los versos de Cómo ser un gran escritor no se habría volado la tapa de los sesos. Por eso te gusta él. Por eso te salva un sábado de resaca.
Ojalá fuese tan fácil.
Això promet