Hay personas culpables de algunas fiebres. En tu caso fue A. Te atreves a decir que fue el mejor profesor que tuviste. No por lo que aprendiste, sino porque tu mente se abrió a nuevos descubrimientos. Mundos desconocidos dentro del mundo que conocemos. De eso se trata, dices. Esa debería ser la función de un maestro: desvelar. Tus fiebres fueron Pla, Estellés, Papasseit, Carner, la poesía en general, o el personaje de la novela de Bertrana al que imitaste a los pies de la Catedral de Girona como una suerte de Quasimodo autóctono. Aquel viaje también abrió tu mente. Sabías muy poco de la vida, pero ya te quemaba una insistente voracidad.

Entre las fiebres hubo una que se alzó, tímida primero, imponente después, sobre las demás. Aunque su inicio fue difícil, como morder una naranja sin pelar. Te costaba comprender algunos de los poemas, pero insistías porque te seducía ese personaje con gafas de sol que parecía más una estrella de rock que un poeta. Otros versos te conmovían y zarandeaban, no sólo tu mente, sino también tu lengua, con la que hablabas y pensabas a pesar de estar aprendiéndola todavía, como un niño que grita ignorante del sentido de las palabras, pero consciente de su sonoridad. Poemas supervivientes del tiempo que, aún hoy, te acompañan leales a aquel sentimiento inicial: Posseït, Cambra de tardor, No una casa.

Muchos de aquellos versos los convertiste en canción empujado por otra fiebre: la de la música. Una guitarra te bastaba. Ni siquiera era necesario que supieses cantar. Te limitabas a imitar, como un juglar mediocre imita a un trovador, a los nuevos tesoros que descubrías, que también te descubría A: Raimon, Paco Ibáñez, Ovidi Montllor. No a ellos, dices, a su sombra quizás. El primer poema suyo al que pusiste música, El mutilat, abriría el CD que grabaste años después con Aliotxa, un delirio que sigue vivo y que rescatas, de vez en cuando, de las arenas movedizas del olvido.

Toda su obra poética se recoge en un solo volumen de título seductor: Les dones i els dies. Adquiriste pronto el libro y pronto también se convirtió en un ejemplar ajado y maltrecho por el uso excesivo. Todavía te resistes a sustituirlo por uno nuevo, aunque cuando lo ojeas se desprendan páginas que caen como una lluvia de pámpanos.

Primero fue el libro. Luego el personaje. Finalmente el mito. Ni siquiera eras consciente de cuánto le conocías. Lo fuiste después de la evaluación de un trabajo en el que reseñabas todos los versos y los títulos en inglés que incluía en su obra. Aquella profesora de literatura inglesa insinuó que lo habías copiado. No podía imaginar que un alumno de primero fuese capaz de una proeza así. Escuchaste su acusación sin contradecirla. Eras demasiado joven y tímido y estúpido.

El mito empieza por el final: su suicidio. La muerte tiene ese poder, dices. Desde los románticos hasta Jeffrey Eugenides el suicidio y la literatura se confunden. Piensas en otros ilustres suicidas y en cómo se parece su obra a la forma con la que se quitaron la vida. Hemingway se voló la tapa de los sesos. Zweig se envenenó abrazado a su esposa. Virginia Woolf se llenó los bolsillos de piedras y se lanzó a un río.

En pocos años escribió toda su obra. Había cursado estudios de álgebra en la facultad de matemáticas durante tres años. Su vida se movía entre los números y las rimas. Las ciencias exactas y la poesía se parecen más de lo que se cree, dices. Las dos disciplinas persiguen lo mismo: explicar el mundo.

Vivió en Londres y Hamburgo. Trabajó de lector en la editorial de Carlos Barral. Se convirtió en un crítico literario de prestigio y en un poeta afamado. Escribió ensayos y artículos de teoría literaria, tradujo a Kafka al catalán, impartía seminarios y conferencias. Era una bestia cultural y un lector insaciable. Las universidades lo reclamaban para sus clases. Sólo había un problema: nunca acabó su carrera. Por eso, con más de cuarenta años, retomó los estudios y se licenció en Filosofía y Letras. Acto seguido empezó a dar clase en la universidad (ya lo había estado haciendo antes, con sueldo y contrato de jardinero). Cuatro años después se tomó una mezcla de barbitúricos y murió, en su piso de Barcelona, solo y fiel a su palabra: siempre había dicho que se mataría al cumplir el medio siglo de vida.

Su poesía está más cerca de Auden, de Yeats, de Robert Graves, que de Maragall o de March. Por eso te gusta, porque no se mira el ombligo. Si hubiese escrito en otra lengua habría formado parte de la Generación de los 50, como sus amigos Ángel González, Gil de Biedma o José Agustín Goytisolo, que también se dejó seducir por el abismo del suicidio.

No comprendes esas muertes. Su muerte. El éxito no siempre te hace feliz, dices. A veces la vida pesa y ni siquiera los sueños cumplidos bastan. Tu abuela temía el suicidio más que otra cosa en el mundo, o en el otro mundo, por la carga de condena eterna que conllevaba. Imaginas que un día se te aparecerán todos ellos, con Hemingway a la cabeza, para decirte que no están muertos, que viven eternamente, condenados o no.

Otras veces sólo imaginas los gusanos, como en aquel poema suyo en el que recrea el tópico del amor post mortem, y que se parece demasiado a otros versos de John Donne, de Baudelaire, de Graves. Sólo en el plagio se puede ser original, decía. Toda la cultura es una continua reelaboración del plagio. Copiar para transformar. Plagiamos la naturaleza, la vida, la muerte. Él era consciente de ello, piensas. Por eso te gusta, ya lo has dicho, porque no se mira el ombligo más que para limpiarlo de todo lo que nos pudre.