Imagina un turista inglés haciendo balconing en Magaluf.
Imagina un adolescente lleno de granos y un flequillo desordenado y unas gafas con montura de pasta.
Imagínalo destrozando la habitación de un hotel.
Imagínate que está borracho casi todo el tiempo, consume ketamina y va de fiesta en fiesta buscando sexo fortuito.
Imagina que empalma un cigarro tras otro y que le da lo mismo vivir en Londres, Barcelona, Tiana o Berlín, porque en el fondo muestra un desinterés absoluto por la vida.
Imagina a ese adolescente irritante que no querrías por nada del mundo de vecino, ni de amigo de tus hijos, ni mucho menos de novio de tu hija, escribiendo una historia, quizás por puro aburrimiento, que se convertirá de inmediato en un bombazo literario.
Imagina un éxito repentino que lo encumbra como la nueva estrella de la narrativa anglosajona.
Imagina más: una novela que representa las contrariedades de la adolescencia y la juventud actual, el sexo, las drogas y el alcohol.
No pares de imaginar: un libro icono de la generación millennial.
¿Lo has hecho? ¿Has imaginado todo eso? Ahora imagina que Charles Bukowski y Breat Easton Ellis tienen un hijo apadrinado por Chuck Palahniuk.
Ahora imagina que no cuenta con más de 19 años.
Ahora sí. Ahora ya lo tienes. Ahora te haces una idea.
Truman Capote publicó Otras voces, otros ámbitos con 23 años de edad. Neruda publicó Veinte poemas de amor y una canción desesperada, con sólo 20 años. Mary Shelly tenía 21 cuando se imprimió Frankenstein. La novela de Susan E.Hinton, Rebeldes, vio la luz cuando la autora no tenía más de 18 años. Mishima publicó Confesiones de una máscara con 23. Bret Easton Ellis Menos que cero con 21. José Ángel Mañas Historias del Kronen con 23. Los mismos que Martin Amis cuando publicó El libro de Rachel. Rimbaud sostuvo entre sus manos el primer ejemplar de Una temporada en el infierno con no más de 19 años. La misma edad que tenía ese adolescente inglés cuando se gastó casi todo el dinero que había ganado, gracias al éxito de su primera novela, en drogas y prostitutas.
En una entrevista con motivo de la publicación de su segunda novela, Lolito, confesó que no le gustan sus propios libros. Son realmente malos, dijo.
Envidias esa irreverencia. Envidias ese éxito prematuro. Envidias algo que ya no puede ser tuyo, porque estás cerca de esa edad en la que se llega tarde a todo. No es exactamente una sensación de fracaso, pero se parece demasiado. Jodorowsky dice que el fracaso no existe, sólo es un cambio de camino. En eso estamos, dices. En otra entrevista reciente, en esta ocasión a Ray Loriga, leíste: ya estás yendo hacia los años donde casi todo lo gordo ha quedado atrás. Es el instante en el que asimilas una serie de decepciones contigo mismo. Uno nunca es el individuo que soñaba ser en la juventud. En eso estamos, insistes. En eso seguimos.
Su primera novela, Crezco, la que publicó con 19 años, aunque asegura que la escribió con 17, pertenece a una literatura vivencial escrita con las tripas y los pulmones más que con el intelecto. Se ha traducido a doce idiomas y se ha dicho de ella que es una suerte de El guardián entre el centeno del siglo XXI. Eso es decir demasiado, piensas. Su redacción contiene la fuerza incontrolada del adolescente que hace todo como si fuera la primera vez y la última, sin medir las consecuencias, sin artificios, sin engaños. Realismo sucio remasterizado en el que aparentemente no ocurre nada, más allá del inventario de excesos del protagonista, obsesionado con que el novio de su madre es un asesino, con tener sexo con la chica más excitante de su clase o con poder pasar las horas metido en la bañera mientras lee a Salinger o a Murakami.
Sin embargo, si rascamos la superficie, encontramos un retrato descarnado de esa generación a la que se lo hemos dado todo. Todo menos las herramientas necesarias para enfrentarse a la vida, dices. Niños ante problemas de adultos. Sobreprotegidos y expuestos a la vez. Abandonados a la crueldad de las redes. Evitarles el sufrimiento es otro tipo de perversidad, dices. Sin sufrimiento, sin frustración, los convertimos en seres vulnerables o en seres monstruosos.
Los protagonistas de sus novelas son precisamente eso: un híbrido de fragilidad y aberración. Jasper de Crezco. Etgar de Lolito. O el narrador de su siguiente libro, Hurra, que sigue manteniendo esa voz descarnada y cruda para hablarnos precisamente de lo que sucede cuando el mutante, esa abominación entre la ternura y el horror, toma forma, crece, se manifiesta y salta por una ventana para estrellarse contra el suelo.
Imagina un adolescente escribiendo sobre lo que les pasa a los adolescentes en una época en la que nunca lo han tenido tan fácil y nunca lo han tenido tan difícil.
Imagínalo escribiendo sin tapujos con la temeridad característica de su edad, porque no tiene nada que perder.
Imagina que el resultado es una voz original y una forma de narrar adictiva que nos emociona y nos escandaliza a la vez: no puedes dejar de leer, pero quieres mirar hacia otro lado.
Imagina que ese adolescente ha pasado ya la treintena y sigue escribiendo en un apartamento de Berlín, ajeno al hecho de que sus libros son el relevo de la literatura más controvertida y provocadora del siglo XX.
Y ahora imagina, esto es lo más difícil de imaginar, que su último libro se titula La historia imposible de Sebastian Cole. Imagina que es una tierna historia infantil de amistad. Imagina que no hay drogas, ni sexo, ni alcohol. Sólo hechos imposibles.
Al final no hay tanta diferencia, piensas. Sigue siendo un niño que se enfrenta al mundo de los adultos lleno de miedos y carencias y que ha sustituido los narcóticos por amigos imaginarios. No es un mal trato. En esto estamos, dices. En eso seguimos.