Dices que hay autores que nos persiguen. Dices que llegan a nuestras vidas como una brisa que se cuela por una ventana abierta. A veces un huracán. Sus libros acaban en tu estantería sin que sepas muy bien cómo han llegado hasta ahí.
Crees que fue V quien te habló primero de él. De sus canciones, claro. Ni siquiera sabías que era escritor. No escritor como se considera a Bob Dylan, dotando a su obra de carácter literario en tanto que la música es heredera de la poesía, sino como autor de una extensa obra que incluye lírica y narrativa. Una obra escrita con consciencia literaria. De hecho, él no tenía intención de dedicarse a componer y cantar. Él se concebía como escritor hasta que un día escuchó en la radio a Dylan y pensó que si aquel tipo podía tener éxito con aquella voz y aquellas letras, él también podía tenerlo. De alguna manera sus dos vidas han corrido en paralelo, como los márgenes de un río que se acercan y se alejan y nunca llegan a tocarse. Dos carreras monumentales en las que canciones, títulos, rostros, se confunden. Algo así como los De Niro y Pacino de la música.
Dices que hay autores y libros que vienen a nuestro encuentro. Llegas a la ciudad, esa ciudad que parece huir del agua, construida a espaldas del mar y con un río fantasma, lleno de temores. La concibes hostil y por eso buscas islas, burladeros para esquivar el miedo y el deseo de estar en cualquier otro lugar. Si es domingo vas directamente a una de esas islas: los estocolmers y Caravaca 14. Si es lunes, te bajas del autobús en la parada de Plaza San Agustín. Sabes que no vas a ir a clase. Otra mañana perdida que te hará sentir culpable. Cerca de allí hay uno de esos rincones que te salvan. Una librería de ocasión en la que rescatas tesoros asequibles al bolsillo de un estudiante universitario. Es una buena manera de empezar la semana, cargar tu mochila con Anna Karenina o con Rayuela. O con aquel libro que llamó tu atención poderosamente. Tal vez por su cubierta espantosa y colorida. O porque tenía impreso en rojo el nombre del cantautor canadiense junto a un subtítulo exento de connotaciones: Canciones y nuevos poemas. Leíste aquel libro, escrito por Alberto Manzano, autor que firmará casi una decena de libros dedicados al artista, envidiando su vida bohemia en Hydra y fascinado por las fotografías, todas en blanco y negro, en las que veías una semblanza casi exacta entre su rostro y el de un Dustin Hoffmann juvenil. Leíste también los poemas y, aunque no eras capaz de entenderlos todavía, la sonoridad de aquellas palabras, en edición bilingüe, acariciaron algo invisible dentro de ti.
El libro acabó al fondo de una estantería, olvidado y lleno de polvo, durante años, hasta que volvieron a tu encuentro sus poemas para salvarte de esa sensación de vacío que te invade a menudo cuando no sabes qué leer. Como tener hambre y que nada sacie tu voracidad. Incluso pruebas un bocado, apenas unas líneas o un párrafo, pero no consigues tragar. Te recuerdas dando vueltas en aquella librería que había detrás de la Facultad. Entras hambriento en un buffet libre en el que ningún plato llama tu atención. El capricho de tu memoria llena de estudiantes la librería. Tal vez para acrecentar la impresión de desasosiego y desorientación. Esa es la escena. Decenas de voces que se confunden con las voces de los libros que te llaman. Igual que perros abandonados que reclaman a ladridos un dueño que los saque de allí. Estás a punto de marcharte sin nada que pueda llenar el abismo ávido de palabras, cuando se acerca a ti uno de los libreros. Lo conoces de otras tardes como esta, pero apenas habéis hablado. Lleva un libro en la mano. Antes de que lo devuelva a su lugar en la sección de poesía, te fijas en el título, Parásitos del Paraíso. Él te mira, sonríe y te pregunta si lo has leído. No es una pregunta, dices, es una proposición. En su mirada vislumbras la envidia de quien ansía la virginidad ante una obra no consumada. Ni siquiera respondes. Lo llevas contigo sin saber si ha sido una buena elección. Ha sido él, el libro, quien ha elegido, dices. Te recuerdas leyendo sus versos enigmáticos como quien busca una luz en los espacios oscuros de aquella ciudad, de aquellas calles, de aquel apartamento.
De algún modo siempre volvía. No te reconoces un fan absoluto de su música, más allá de un par de álbumes míticos y un recopilatorio. Sin embargo, su sombra aparece y desaparece una y otra vez de tu vida. En ocasiones sólo un espectro. Como en las comidas en casa de A y C, en Kyoto, no la ciudad, sino el edificio que convertisteis en parte de vuestra mitología personal, en las que sonaba Liebeslied de Toti Soler y su Susanna. O cuando descubriste Omega, la colaboración de Enrique Morente con Lagartija Nick. Escuchaste en bucle las musicaciones de Lorca y las versiones de First We Take Manhattan o Take This Waltz, mientras mirabas, también en bucle, la fotografía del disco en la que aparecen juntos, el granadino y el montrealés, sentados en un bar de Madrid. Los imaginas hablando de su pasión por la música, su pasión por Lorca, su pasión por la vida.
De Lorca también habló en 2011, al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Su discurso fue un ejercicio de sensibilidad y agradecimiento. Confesó que leer a Lorca le otorgó la conciencia de poseer una voz poética propia. Se concebía como poeta por encima de todo lo demás, dices. En su discurso afirmó: La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Así que me siento como un charlatán al aceptar un premio por una actividad que yo no controlo.
Sus novelas, El juego favorito y Los hermosos vencidos, no han tenido la repercusión que merecen. Quizá no eran esas las novelas que debería haber escrito, dices. Quizá debería haber escrito la historia de su vida. Te hubiera gustado leer, con su voz, cómo vivió los días en Hydra con Marianne Ihlen, o los años que pasó encerrado en un monasterio zen de Los Angeles, o la conversación con Morente sentados ante aquella mesa llena de copas vacías.
Siempre vuelve, insistes. La última vez fue un regalo de JG. Un día llegó con el libro Comparemos mitologías, su primer poemario. Te dijo que lo había visto en una librería y que había pensado en ti. No quisiste llevarle la contraria, pero tú sabías que había sido el libro quien pensó en ti, quien llamó la atención de tu amigo, quien lo sedujo para ir con él.
En noviembre de 2016 despertaste un día con la noticia de su muerte. Había muerto mientras dormía. Hasta para eso fue humilde, piensas. Murió igual que cantaba en sus últimos discos: como un susurro. Suele citarse la letra de una de sus canciones más recientes como premonitoria del final de su vida. Tú, sin embargo, vuelves otra vez a las palabras de su discurso: Si uno quiere expresar la grande e inevitable derrota que nos espera a todos, tiene que hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza. Ese sería un buen resumen de lo que fue, de lo que significa, del legado que deja su poesía: dignidad y belleza.