Hay días en los que te levantas con ganas de pegarte con alguien. Hay días en los que no te importaría intercambiar puñetazos y golpes con alguno de tus semejantes, con alguno de los que pasan por tu lado de forma anónima o con los otros, con los que convives en los territorios de tu mapa cotidiano. Desde el frutero que te corta la sandía por la mitad con una amable sonrisa, hasta tu compañero de trabajo o tu médico o el mejor de tus amigos. Hay días en los que necesitas partirte la cara para sentirte vivo. Pero no con la voluntad de infringir dolor a otra persona a riesgo de recibirlo tú también. Pegarte para sentirte vivo. Pegarte como quien se da un abrazo. Eso es, dices. Romperte la mandíbula con el mismo amor con el que te fundes con el otro en un estrujón de brazos y pechos y espaldas. Estás convencido de que ese es el mensaje final de El club de la lucha: la violencia como una forma de redención o de liberación o de evolución.

No fue la primera novela que leíste de él. Caíste en la trampa de ver antes la sublime película de David Fincher. Nunca lees un libro si ya has visto la película. Nunca es demasiado tiempo, dices. La excepción que confirma la regla fue durante años Ardiente paciencia de Antonio Skármeta. Entonces vivías en Valencia, en Caravaca 14, en ese piso de estudiantes que era el centro del mundo. Te gustaba ir al cine en la sobremesa, cuando las salas están vacías, para quitarte los zapatos y creer en la ilusión de que, ese lunes o martes por la tarde, proyectaban la película para ti solo. No existían las plataformas de streaming ni la piratería. La gente iba al cine. La gente iba al cine cada semana. Había estrenos que se mantenían en la cartelera durante meses. Eres incapaz de recordar las veces que fuiste a las salas de los Cines Aragón a ver El cartero (y Pablo Neruda), la exquisita versión del libro de Skármeta. También eres incapaz de recordar la veces que leíste la novela, a pesar de que nunca lees un libro si ya has visto la película. Nunca es demasiado tiempo, insistes. No es lo mismo, dices. Leer aquellas ciento cuarenta páginas era como leer poesía, dices. La excepción que confirma la regla.

Antes de El club de la lucha leíste Pigmeo y leíste Fantasmas. Esta última te perturbó y te fascinó como todo aquello que odiamos y amamos al mismo tiempo. Durante la lectura te movías entre esos dos sentimientos de los que habla Fresán, entre la rabia de “por qué no se me ha ocurrido a mí” y la emoción de “qué suerte que se le ocurrió a alguien”. La novela está construida a partir del relato que cada uno de los personajes comparte con el resto. Están encerrados en una casa y sus terroríficas historias personales, que rozan el límite de las leyendas urbanas, explican cómo o por qué llegaron allí. Son personajes perturbadores, extravagantes, en la frontera de lo humano y lo monstruoso. Como todos sus personajes, dices. ¿Es eso lo que te cautiva de sus novelas?

 Esperaste a leer El club de la lucha lo suficiente para que el argumento y los protagonistas fuesen sólo un recuerdo nebuloso, o lo equivalente a “la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito”, como hace Pierre Menard en el relato de Borges para recrear la escritura del Quijote. Así te sentías cuando abriste el libro y comenzaste la lectura y la cabeza te explotó. Te fascina esa sensación, esa euforia, esa embriaguez, que te produce la voz de algunos libros cuando las palabras te erizan la espalda como un susurro. Quieres gritar y explicar lo que te pasa igual que un enamorado quiere gritar su amor a los cuatro vientos. Pero al final no es así, dices. Al final leer es un acto íntimo, como compartir un secreto. Te ha pasado muchas veces. Te ha pasado muy recientemente, con Panza de burro de Andrea Abreu y con Como si existiese el perdón de Mariana Travacio. Perlas como balas que te vuelan los sesos.

La violencia como poesía. Lo sabe él. Lo sabe Tarantino. Lo saben todos sus personajes que te persiguen y te acompañan y de los que no te puedes desprender hasta que ha llovido los suficiente para arrastrar el polvo y la tierra y la mugre. Todos sus personajes como un ejército encabezado por Tyler Durden. Tyler Durden con su americana de piel marrón. Tyler Durden con sus cicatrices y sus hematomas. Tyler Durden dictando las normas de un club de la lucha como los mandamientos que deberían regir el mundo.

Escribió El club de la lucha porque las editoriales habían rechazado Monstruos invisibles, novela que publicaría tres años después, por considerarla demasiado perturbadora, y decidió enviarles algo mucho más loco e inquietante. La sorpresa fue que sí aceptaron publicarla, y no sólo eso, sino que fue premiada y galardonada, y mitificada después de la película de David Fincher.

Es esa novela que todo escritor quiere escribir, dices. Ese fenómeno imposible de calcular que llevó a aquel licenciado en periodismo a abandonar su trabajo, como mecánico en una empresa de camiones, para dedicarse en exclusiva a la literatura.

Cada cierto tiempo vuelves a él. Cada cierto tiempo necesitas que te explote la mente. No sigues un orden cronológico. Te dejas llevar por una fuerza invisible que te arrastra a uno u otro libro. Asfixia, Superviviente, Invéntate algo, la novela gráfica de la segunda parte de El club de la lucha. O Monstruos invisibles, la última que has leído, la primera que escribió.

Estás convencido de que su mejor obra está aún por llegar. No la historia de un asesino, o del miembro de una secta macabra, o de una modelo con la cara destrozada, sino la suya propia. No una autobiografía al uso en la que hable de sus ancestros ucranianos, o de su infancia en una casa móvil, o de las largas temporadas en la granja de sus abuelos, o de sus excesos en la Cacophony Society, o de la experiencia en los talleres literarios de Tom Spanbauer, creador del concepto de escritura peligrosa. Un libro que cuente ese lugar oscuro de donde salen los monstruos. Un libro que explique por qué hay días en los que te levantas con ganas de pegarte con alguien. Un libro que hable de esos días, como canta Nacho Vegas, en que valdría más no salir de la cama.