Puedes empezar por aquí:
Te sientes como un idiota cuando descubres que eres el único de tu grupo de compañeros, ese quinteto con el que pasarás más horas en la cafetería de la Facultad que en las aulas, que se ha matriculado en Inglés. Tienes esa sensación de error y derrota que te acompañará cada vez que te des cuenta de que ha ganado la cabeza, de que se ha impuesto lo racional, de que ha vencido la seguridad frente al vértigo. J y S cursan Italiano. P y B cursan Portugués. Te sientes como un idiota, pero sabes que si formulas la pregunta que ronda tu mente, no sólo te sentirás como un idiota, sino que parecerás un idiota. ¿Eso se podía hacer?, piensas. ¿No era necesario tener conocimientos previos de italiano, o ruso, o alemán, o de cualquiera de las lenguas que se ofrecían como optativas? Esa es la diferencia, y eso te hace sentir peor. El nivel de exigencia es mayor para los que sí conocéis el idioma. Ellos han empezado de cero, como principiantes, como extranjeros o turistas. Bromean con las expresiones que han aprendido. Te vas sintiendo más frustrado con cada palabra que pronuncian entre risas. Te hundes cuando hablan de los libros de lectura. J y S están leyendo El barón rampante de Italo Calvino. Ni siquiera es necesario leerlo en italiano. Les envidias. B habla del libro que deben leer ellos. No tiene nombre de novela, pero es una novela. Habla con emoción y sorpresa de Ensayo sobre la ceguera. No lo conoces, no conoces a su autor, no sabes, todavía, que compartirás con B ese mismo entusiasmo y que se convertirá en uno de tus libros imprescindibles cuando lo leas mucho tiempo después.
O puedes empezar por aquí:
Quieres escribir como él. Así ha sido con muchos otros hasta que encontraste tu propia voz. Es un tópico, pero es cierto. Los humanos aprendemos por imitación y tú imitabas su prosa densa, la ausencia de guiones en los diálogos, la lentitud con la que todo sucede en sus páginas, la poesía que te arrastra como una barca sobre un río apacible, aunque lo que te esté contando sea el sufrimiento y el desasosiego de la especie humana. Quieres escribir como él, por eso copias su método de escritura: escribir sólo dos páginas diarias, empezar el día siguiente revisando lo escrito y continuar a partir de la última palabra. Durante un tiempo lo haces así, hasta que se impone, como siempre, la pereza. O hasta que la vida te distrae.
O también puedes empezar por aquí:
Después de Ensayo sobre la ceguera, la historia de una misteriosa pandemia que deja ciega a casi toda la humanidad y en la que te gusta ver la metáfora aterradora de nuestro tiempo y de lo que somos, o de lo que podríamos ser, cuando el mundo se convierte en una pesadilla y sólo nos queda, como dice uno de los personajes en la novela, “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido”, leíste Todos los nombres, La caverna, El Evangelio según Jesucristo y Ensayo sobre la lucidez, una novela que fantasea sobre la posibilidad de que nadie fuese a votar en unas elecciones porque nadie cree ya en los candidatos que se presentan. Una lectura obligada hoy, dices. Una llamada necesaria.
O mejor puedes empezar por aquí:
Todavía no sabes quién es. Todavía no has leído ni una sola línea suya. Conoces su nombre y el título de alguno de sus libros. Sabes que el éxito le llegó tarde, a los cincuenta y ocho años, cuando publicó Levantado del suelo. Eso te da esperanza. Sabes que se afilió al Partido Comunista Portugués y que era un referente intelectual de la izquierda europea. Sabes todo eso, pero todavía no sabes quién es, todavía no has leído ni una sola línea suya cuando entra en clase de Historia de la Lengua el profesor, que lleva unos minutos de retraso y que suele comenzar las sesiones hablando del mundo y de la vida, y que hoy os cuenta la noticia de ese autor portugués, autor de un libro sublime sobre Pessoa, El año de la muerte de Ricardo Reis, al que le acaban de otorgar el Premio Nobel de Literatura.
O tal vez puedes empezar por aquí:
Tu amigo L te dice que espera que tú escribas mejor que ese autor que vive en Lanzarote. L es sacerdote y, en ocasiones, te hace de guía espiritual. Estáis hablando de El Evangelio según Jesucristo. El libro ha desatado la polémica en todo el mundo. Aunque Jesús hable del perdón y del amor a los enemigos, sigue habiendo muchos fanáticos dentro del cristianismo. Sólo es miedo, dices. A ti te admira la visión humana que la novela ofrece sobre Cristo. Le dices a L que te gustaría escribir un libro así y él te responde que ojalá tú escribas mejor. Lo dice con rencor. No hacia ti, sino hacia él. Habéis hablado de la intolerancia que ha provocado el libro y L te ha contado que cuando vivía en Lanzarote, y era vicario general, intentó contactar con el escritor que no quiso recibirlo por el simple hecho de ser un representante de la Iglesia. La anécdota te duele porque te das cuenta de que la sensibilidad con la que escribe y la verdad que contienen sus palabras, no está reñida con el prejuicio y con la capacidad de comportarse con la misma intolerancia de aquellos a los que señala. Víctima o verdugo sólo depende de si estás arriba o abajo, dices.
O puedes empezar por aquí:
Estás en una cama de hospital. Tus amigos han venido a verte y te traen un ejemplar de poesía de un autor de tu pueblo. Los versos son otro tipo de medicina, piensas. Antes de marcharse, V te confiesa que dudaron si regalarte ese libro o El hombre duplicado, pero pensaron que necesitabas algo menos dramático. Sonríes. No quieres parecer un desagradecido, pero eso era justo lo que necesitabas: alimentar la tragedia con esa saudade sutil que empapa sus novelas.
O deberías empezar por aquí:
Hay autores y libros que se cuelan en nuestras vidas como paparazzis descarados para configurar un álbum de instantáneas de lo que somos o hemos sido, la imagen que resulta al recordar qué hacíamos, o dónde estábamos, o quién nos acompañaba, cuando leíamos aquel libro.
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