Entras en el local con la sensación de que eres el último en llegar, y estás en lo cierto. Él levanta una copa llena de vino y dice algo que te cuesta comprender. Los demás sueltan una carcajada que resuena como si se hubiese colado un trueno entre aquellas cuatro paredes. Te das cuenta de que el local está vacío, a excepción de los que comparten la mesa con él. Es como una fiesta privada, piensas, una fiesta de la parada de los monstruos. Él es el centro de atención. Sigue hablando, pero eres incapaz de decidir si está contando un chiste o si está despotricando contra alguien. A su derecha se sienta Bukowski, a su izquierda Celine. Beigbeder les sirve las bebidas como si fuese un becario del malditismo. De eso va este sueño, de una fiesta de malditos.

No es un maldito, dices. Es uno de los autores más premiados y más leídos en Francia. Y también uno de los más odiados. La gente que odia no lee, dices. Sabes que no es verdad. Te gustaría que fuese así, que los que leemos tuviéramos un signo distintivo de los que no leen, una marca que nos reconociese por encima de la mediocridad, un valor que hiciese de nosotros una especie más humana, pero no lo es. Recuerdas a aquella escritora con la que coincidiste en una firma de libros, junto a otros escritores. Tú habías leído un libro suyo sobre los republicanos españoles en la Segunda Guerra Mundial y el papel que desempeñaron en la liberación de París. Era una anciana encantadora, amable con todo el mundo. Te daban ganas de abrazarla y achucharla como hacías con tu abuela. Compró un ejemplar del libro de todos los escritores que estaban en la firma. De todos menos del tuyo. Ni siquiera se molestó en ojearlo, ya lo había condenado sólo por su título. Ni siquiera le importó que fueras el autor que más libros firmó esa tarde. En un momento de quietud, se acercó a ti y te confesó que no soportaba a Bukowski, como si quisiera disculparse. Te contó que ella vivía en Francia cuando Bukowski apareció borracho en la televisión gala, en aquel programa en el que montó un espectáculo lamentable. Intentaste hablarle de la sensibilidad que se esconde bajo el disfraz de bufón, consciente de que no había leído ni una sola línea de su obra. A los escritores no se les está permitida la irreverencia. El desacato se reserva sólo a las estrellas del rock. Imaginas que, ese escritor francés de apellido imposible, que ha sido tachado de misógino, pedófilo o antiislamista, también le resultaría intolerable.

El debate no es únicamente sobre si se debe juzgar a un artista sólo por su obra y no por su vida, dices. Sino sobre esa peligrosa censura social que limita al arte y que se atreve a formular lo que es, y lo que no es, culturalmente correcto. O el nuevo establishment literario que valora un libro por el número de seguidores de su autor o porque enarbola la bandera de un color determinado. Eso no sólo es injusto, sino también arriesgado, porque no sabemos todo lo que se oculta bajo la piel de un escritor y puede explotarnos en las narices, sobre todo, si hemos ensalzado la idea que tenemos de él, o ella, por encima de su obra, si lo hemos convertido en el símbolo de algo que realmente no representa, si hemos aplaudido, por ejemplo, la creatividad de una mujer, festejando que fuera mujer, para que luego resultase ser, en realidad, no uno, ni dos, sino tres hombres.

La literatura también es provocación. La literatura también debe incendiar, de vez en cuando, los contenedores de la cultura. Frente a una literatura de algodón de azúcar, que no escandaliza a nadie, necesitamos una literatura punk que transgreda los límites. Frente a libros que practican una felación tras otra para dar placer a los distintos colectivos, necesitamos obras que eyaculen sin control y lo ensucien todo.

Esa sería una buena definición de la mitad de su obra. Cuando leíste su primera novela, Ampliación del campo de batalla, ya supiste que entraría en tu Olimpo particular. Fue uno de los libros más vendidos del año en Francia, traducido a varios idiomas, incluso comparado con una obra maestra como El extranjero de Camus. Es una de esas novelas breves que tanto te gustan. Breves y contundentes como un poema, dices. Con Las partículas elementales empezaron los premios y las polémicas. Su descripción de las miserias afectivas y sexuales del hombre occidental fue tildada de misógina. Ese mismo año recibió el Premio Nacional de las Letras para jóvenes talentos. Plataforma, su tercera novela, lo encumbró como autor mediático, fue traducido a más de veinticinco idiomas, y alimentó, de nuevo, la controversia con su supuesta islamofobia (que culminará en la obra Sumisión, en la que imagina una Francia gobernada por el islamismo) y con el retrato amoral de la explotación sexual en el Tercer Mundo.

Esto sería suficiente para ganarse la etiqueta de maldito. A los malditos no les otorgan premios, dices. Después de La posibilidad de una isla, una novela entre la distopía y la ciencia ficción, que inspiró un disco de Iggy Pop y que fue premiada con el Interallié, publicó El mapa y el territorio, una obra que recibió el premio Goncourt, uno de los más prestigiosos de las letras galas. Es una novela madura en la que deja de lado sus habituales polémicas para crear una bella reflexión sobre el arte y el artista. De ella rescatas una cita que te gusta repetir porque se convirtió en el resorte para que te decidieras a publicar tu primera novela: llega siempre un momento en el que tienes la necesidad de mostrar tu obra al mundo, no tanto para recibir su juicio como para experimentar que esa obra es real.

En su último libro, Serotonina, vuelve a las andadas. Vuelve al retrato de la decadencia del hombre blanco occidental, que es su propia decadencia, patente en el aspecto descuidado del que hace alarde en sus últimas apariciones públicas. Vuelve a su estilo, que algunos han calificado como ausencia de estilo, esa manera cruda de contar el mundo. Vuelve a la controversia, a la literatura punk, a la destrucción de lo correcto.

Te miras las manos porque leíste una vez que es la única manera de saber que estás soñando. Él levanta la copa de nuevo y está a punto de decirte algo, pero lo interrumpe Fernando Arrabal y se bebe su vino. Todos ríen porque ninguno de ellos es consciente de que no son reales. Sólo tú sabes el secreto. Sólo tú sabes que al despertar seguirás estando allí, en esa fiesta de malditos, con él y todos los libros que te quedan por leer.