Querías escribir algo sobre el verano y sólo se te ha ocurrido hablar de él. Nadie relacionaría su nombre con el verano, pero a ti te recuerda a aquellas vacaciones que pasaste con tus padres y con tu hermano de viaje por Cantabria y Asturias. Compraste Cien sonetos de amor en un supermercado. Poesía y latas en conserva, versos entre paquetes de pasta, rimas junto a botellas de refresco. Idea para un relato:  un supermercado en el que todas las etiquetas de sus productos están escritas en verso, o contienen poemas alusivos. Piensas en la Oda a la cebolla, de sus Odas elementales.  O en el res no m’agrada tant com el pimentó torrat, de Estellés. A Estellés le debes unas confesiones. Es nuestra versión más autóctona, y más auténtica, del poeta chileno, dices.

El libro te acompañó durante todo el viaje. Ibais de cámping en cámping y tú leías aquellos sonetos para escapar de la congestión de tiendas de campaña que te asfixiaba como una intrusión, un ataque bárbaro contra la belleza de unas palabras que aprendiste casi de memoria.

Ya habías leído Veinte poemas de amor y una canción desesperada, como todo el mundo. Lo tomaste en préstamo de la biblioteca de la calle Tomás Valls de tu pueblo. Años después acumularías ediciones diferentes del libro, sin ninguna voluntad consciente en ello, pero con una clara naturaleza de coleccionista. Un poemario que leerás decenas de veces, siempre con la misma fascinación por la sencilla perfección de sus versos y con la misma rabia al pensar que alguien, con apenas veinte años de edad, pueda escribir así.

Te bastaban esos dos libros para reconocerte en sus versos, para sentir que alguien, con un abismo de tiempo y espacio, ya sabía lo que sentías y lo que sentirías años después, cuando las imágenes de aquellos poemas se recubrieron de piel y de carne y de huesos y tomaron forma y supiste qué era el amor, y pudiste decir antes de amarte, amor, nada era mío, o decir la medida de mi amor viajero es no verte y amarte como un ciego, a través del auricular de una cabina triste y lejana. Ese es el poder de la poesía, dices, que alguien sea capaz de explicar algo que tú ni siquiera sabías que podías sentir, como cuando aprendiste a tiritar sin frío o a llorar sin lágrimas.

Te bastaban esos dos libros, pero no. Lo descubrirías después de las primeras clases de aquella asignatura en la que te matriculaste y a la que asistías con la fidelidad de un devoto. En la sesión inicial, el profesor recitó de memoria los versos que José Martí escribió en el dorso de una fotografía para su madre, y os repartió una lista de libros que debíais leer. A pesar de que los nombres te reclamaban igual que perros enjaulados, Vallejo, Guillén, Octavio Paz, Lezama Lima, corriste a comprar la antología, insuficiente y ridícula, apenas una degustación de su obra, que todavía hoy guardas manoseada y ajada como el libro de oraciones de un rabino. Residencia en la Tierra, Canto general, o El hondero entusiasta, del que copiaste el título para la plica de los innumerables concursos literarios a los que te has presentado, irrumpieron con fuerza y agigantaron el vate, llevándolo a territorios mucho más complejos que el amor.

Aquí podría acabar esta confesión, en la fascinación de un estudiante de literatura por, en palabras de García Márquez, el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma. Sin embargo, su estela ilumina otros momentos de tu vida que permanecen indelebles en tu memoria, nítidos y hermosos.

Hace más de veinte años se estrenó la película El cartero. Se inspiraba en un libro de Antonio Skármeta titulado Ardiente paciencia, que él mismo había llevado al cine casi diez años antes. No eres capaz de contar las veces que la viste, porque siempre que te topabas con algún conocido que no lo había hecho, lo arrastrabas a las salas de los Cines Aragón de Valencia, donde estuvo casi un año en cartelera. Eso hoy en día, atrapados como estamos en la cultura de la inmediatez y la fugacidad, sería impensable. También llevaste a esa chica a la que recitabas sus versos desde la soledad de una cabina. Esa chica que sigue a tu lado y que te regaló el libro de Skármeta. Cuando lo compró, le pareció tan breve que lo desempaquetó para comprobar que no se había equivocado. Lo leyó en un par de tardes y lo volvió a envolver. Tú lo harías después, pasando por encima de las palabras que ella ya había leído como si la acariciaras en la distancia que os separaba, o como si agarraras su mano invisible y la apretaras en cada uno de los momentos en los que la ternura y la poesía se hacen presentes en la novela. Durante un tiempo, te obligaste a leer el libro una vez al año, en un acto ritual que repetías con ánimo de adicto.

Cuando tus alumnos se ríen porque les dices que la poesía es un arma, y que la literatura puede ser peligrosa, les explicas que tuvo que huir de Chile, a través de las montañas, oculto bajo la noche como un criminal, cuyo único delito cometido había sido escribir el Canto general. Te gusta contarlo así, aunque sabes que no es verdad. Fue perseguido por su oposición férrea y valiente a Videla cuando era senador por el partido comunista. Del lugar de dónde él venía, dices, no se podía ser otra cosa que comunista. Se convirtió en la voz, no sólo desde la tribuna del senado, sino desde la autoridad de la poesía, de un pueblo maltratado. Y esa voz le valió el premio Nobel de literatura en 1971. En el discurso que pronunció en la entrega del premio, contó esa misma travesía en la que cruzó, a caballo, las fronteras de su patria hacia el exilio.

En el centenario de su nacimiento, fuiste a Barcelona para ver un emotivo espectáculo en el que diferentes artistas ponían voz y música a algunos de sus poemas más conocidos. Recuerdas la actuación de Antonio Vega como un momento conmovedor, no sólo porque fue una de sus últimas apariciones en público, sino porque cantó aquellos versos que recitabas desde una cabina, diez años atrás, a la mujer que estaba sentado a tu lado en las gradas del Palau Sant Jordi, y a la que hoy todavía le repites: no te quiero sino porque te quiero.

Ahora sí, dices. Ahora puedes cerrar estas palabras que te hubiera gustado escribir en tinta verde, porque alguien te dijo, no sabes si es verdad, que así escribía el poeta chileno sus versos. Como siempre, te queda la sensación de haberte dejado algo por contar, o de haber contado demasiado. Igual que si estuvieses reclinado en un confesionario, o agarrado al frío auricular de una cabina en la calle.