No basta con tener un buen libro, dices. Ni siquiera con escribir bien o mal. Se trata del capitalismo devorando a la literatura. Sólo hay que pasearse por las novedades de cualquier librería para darse cuenta de la mierda que se publica. Y no necesariamente en la sección de best sellers, dices. Incluso el librero más independiente adora a dos o tres editoriales y defiende la calidad de sus libros con la misma fe ciega que un devoto. Aunque algunos ejemplares sean infumables. Es el mismo convencimiento que los necios que daban, o siguen dando, por buena cualquier información que se proyecta en sus televisores amparados por el contundente argumento de lo han dicho en la tele. Ese mismo librero, que no pone en duda la calidad de una obra si ha sido publicada por tal o cual sello, aborrece y desprecia a los autores que luchan por ver sus historias en negro sobre blanco y no lo consiguen, con un argumento no menos contundente y no menos torpe: si no le publican es que no es bueno.

No basta con tener un buen libro, insistes. Ni siquiera con escribir bien o mal. Hay una cierta hipocresía que se manifiesta en el rechazo absoluto a la autopublicación. Ese librero, o librera, y ese autor, o autora, que miran con una superioridad deliberada a quien acaba costeando la edición de su libro, olvidan o, lo que es peor,  ignoran que muchos de los escritores a los que rinden culto desde sus estanterías optaron por autopublicarse desesperados ante los continuos rechazos de su obra. Vidas sombrías, de Pío Baroja, fue publicado por el propio autor. Margaret Atwood, candidata al premio Nobel y ganadora del Príncipe de Asturias, costeó la publicación de su primer libro de poemas. Edgar Allan Poe, Jorge Luis Borges, Marcel Proust, James Joyce o Valle-Inclán, hicieron uso de la autopublicación en algún momento de su obra. No hay duda de que hoy en día se rendirían a las posibilidades y las herramientas que les ofrece ese demonio sonriente que deja paquetes en la puerta de tu casa. Negarlo es ser un necio o un hipócrita, dices. Una atención especial te merecen los casos de Jane Austen y de Virginia Woolf. No porque sean diferentes a los otros, sino porque son dos autoras intocables en el Olimpo de escritores y escritoras para esos libreros y literatos que cancelan a quien no consiguen alcanzar las mieles del mercado. Jane Austen autopublicó su novela Sentido y sensibilidad, y Virginia Woolf tuvo que fundar una editorial, junto a su marido, para publicar sus propios libros.

Habrá quien ahora esté pataleando y gritando que no son casos a tener en cuenta, ya que su problema para publicar fue que eran mujeres en un tiempo determinado. Es cierto, en aquella época ser mujer constituía una dificultad insalvable para publicar, del mismo modo que en la actual ser un hombre de mediana edad, blanco y heterosexual, sin seguidores en redes sociales, dices. Sergi Puertas es el ejemplo más escandaloso de ello. Lo ha explicado muchas veces y ahora lo ha convertido en un libro. En cuanto se hizo pasar por una joven de veintipocos años recibió respuesta inmediata a la publicación de su manuscrito, esa respuesta que las editoriales, en un alarde de supremacía estamental, tardan más de medio año en enviarte. En pocos minutos uno puede saber si el libro que tiene entre manos le interesa o no, dices. ¿Por qué entonces tardar siete meses en mandar una nota de rechazo?

No basta con tener un buen libro. El señor de las moscas fue rechazado por más de veinte editoriales. El diario de Anna Frank, al menos, por quince. Harry Potter, o Carrie, recibieron decenas de negativas. Rebelión en la granja, Lolita, El gran Gatsby, Ulises, son ejemplos de algunas novelas que nadie quería publicar. Nadie pone en duda hoy el valor de todas estas obras. Ese es el olvido, o la premeditación, que es mucho peor, de los necios.

Todo esto lo ignorabas cuando, hace más de veinte años, en la habitación de P, en vuestro piso de la calle Caravaca, pasabas los dedos por el lomo de un libro que no habías leído, pero cuyo título te fascinaba y te atraía con la fuerza de un abismo: La conjura de los necios. Aquella habitación era un punto de reunión, incluso cuando P no aparecía por allí, tal vez porque tenía una estantería llena de libros y de música, para compartir lecturas o para escuchar de un tirón los discos de Aute. Hace poco tuviste un sueño: volvías allí con los estocolmers para encontrar un aleph en el que podíais leer toda vuestra historia porque, ya los has dicho muchas veces, en aquel apartamento empieza todo, o casi todo, con la energía de un big bang.

No basta con tener un buen libro. Incapaz de asumir las constantes negativas y rechazos por parte de las editoriales, el autor de La conjura de los necios, conectó una manguera al tubo de escape de su coche y se quitó la vida antes de ver publicada su obra. Tenía treinta y un años. Conmocionada por la tragedia, y quién sabe si por la culpabilidad, su dominante madre se empeñó en que el libro fuese publicado. Lo consiguió más de diez años después. Se convirtió en un éxito y ganó el Pulitzer de ficción de 1981 a título póstumo. Hoy se habla de él como de una de las grandes novelas de la literatura contemporánea.

Lo leíste lejos de aquella habitación y de aquel tiempo, pero de algún modo volviste allí. El protagonista de la historia, Ignatius J. Reilly, es ya un personaje universal de esos que se agarran a ti para toda la vida. Porque en el fondo tiene un poco de nosotros, dices. Las extravagantes anécdotas que se suceden, y le suceden, a lo largo de la novela, hace que muchos la consideren como una obra descacharrante y cómica que te arranca una carcajada tras otra. A ti nunca te hizo reír. Ignatius es un ser inadaptado, un perdedor, que te evoca más a los personajes de Bukowski. No es una comedia, insistes, es un alegato contra las normas establecidas, un retrato de lo ridícula que puede llegar a ser nuestra sociedad cuando los necios se conjuran convencidos de su propia visión del mundo. De lo que es bueno o malo, dices, por ejemplo un libro.

Quizás hoy, aquel joven profesor de Nueva Orleans, no se habría suicidado. Quizás hoy habría autopublicado su novela. Y quizás nunca habría ganado el Pulitzer, víctima del desprecio de los necios. Su libro, una de las obras maestras del siglo XX, se habría perdido entre los millones de ejemplares excluidos del establishment literario y nunca habríamos conocido al estrafalario antihéroe que protagoniza la historia.

No, no basta con tener un buen libro. No basta con ser buen o mal escritor. Los mismos que cancelan cualquier libro que no haya sido publicado bajo los parámetros de sus leyes hipócritas y elitistas, levantaron una estatua que evoca a Ignatius J. Reilly, y a su gorra de cazador, y a su camisa de franela, en la calle Canal Street de Nueva Orleans. Ya ni siquiera te atreves a decir que es el capitalismo devorando a la literatura. Es otra cosa, insistes. Es la locura de los necios.