“Mientras al mundo le crece el cabello, yo solo persigo un trozo de eternidad congelado en el pecho. El truco está en que parezca que todo sucede por primera vez y que las olas te siguen dejando en el mismo lugar: siempre hacia arriba, como el humo y el poder. // Qué difícil se hace regresar de la libertad. Qué sencillo morir en ella”.

Juan de Dios García (Cartagena, 1975) trabaja como profesor de Lengua Española, Artes Escénicas y Literatura Universal en el IES Isaac Peral y en el Aula de Mayores de la Universidad Politécnica de Cartagena. Co-dirige la revista digital El coloquio de los perros, asesora en los Encuentros de Poesía de Puente Genil (Córdoba) y mantiene el blog juandediosgarcia-literatura.blogspot.com. Ha sido seleccionado en antologías como Joan Margarit. Detrás de las palabras (2020), Desde el mar a la estepa (2016) o En legítima defensa (2014). Textos suyos de creación e investigación aparecen en diversas revistas españolas y extranjeras tales como Litoral, Paraíso, Barcarola, Timonel en México, The Common en EE.UU., Caudal en República Dominicana o Szafa en Polonia.

Ha publicado los libros Nómada (2008), Ártico (2014), Un fotógrafo ciego (2017), Matad al jardinero (2017, selección para México de sus tres libros publicados en España hasta la fecha) y Canto Fenicio (2022).

Cuando el mar forma parte de uno mismo, de la manera de sentir e interpretar el mundo, todos los paisajes se vierten hacia él. Su historia, sus habitantes, sus mitos son una manera de identificación y definen dónde poner la línea del horizonte. Y es en el desconcierto y en la incertidumbre de saber quiénes somos donde se sitúa Canto Fenicio (Chamán Ediciones). Un recorrido en el que, bajo el símbolo y el legado de esta cultura mediterránea tan desconocida, el autor se descubre a sí mismo e interpreta su propia realidad.

“No pienso ir al campo a escuchar el poema del silencio. Que no me apunten al club de amigos del gorrión y la amapola. El sosiego lo encuentro en los rincones que han oído los latines de Tiberio, la lonja de subastas de la Cofradía de Pescadores, el ruido antiguo de chulería y navajazos, la trompeta bíblica, el zumbido de las serpentinas en Nochevieja, el swing del cine mudo…”.

La vida es teatro y entre recuerdos y máscaras presentes el poeta se siente ajeno al mundo, distante y conmocionado. Hace acrobacias y construye la crónica árida de una guerra sin nombre propio, cotidiana, para cantar en el vacío de la urbe con la fuerza de un guerrero que parece no haber sido expulsado de ninguna batalla, que sigue en pie respirando a través de la poesía.

“Piso suelo natal, cerca de un teatro del Pleistoceno en el que pernoctan molares de rinoceronte, puntas de flecha, mandíbulas de lince, arpones paleolíticos, puñales de bronce. Toda esa información geológica impregna el aire de arañazos y llanto marino. // Hoy, como ayer y mañana, recorro una necrópolis sobre pavimento romano. // Duele que la ciudad te diga lo que fuiste. // Porque el dolor se hereda, creedme. Y mi cuerpo se apagará algún día en esta tierra de conejos”.

El niño que fue está presente en la luz del lenguaje poético y en la memoria. Con cierta melancolía, el autor reclama el aquí y el ahora convertido en un hombre que intenta sobrevivir rodeado de equilibristas y tahúres urbanos. Desde el aroma cetrino del asfalto, las palabras se llenan de significados e imágenes para construir un canto generacional que roza la eternidad.

“El cáncer que se llevó a Vidal en Primaria. La velocidad, el vino, los coches de Javi, Floro y Lastra. La inservible colección de sedantes de Paco Miranda. Patricia, de ojos azules, o el negro Amador, hierro y blues, los dos bailando con la enfermedad. Lola y Juan, que sucumbieron tan lejos de su idioma. Os nombro, sí, me acuerdo de todos vosotros. // Miro los patos del Parque Torres, marchando como necios. Ignoran el amor. Su alma es instinto; la mía voluntad. Sin embargo, hoy querría ser uno de esos patos, torpes y alegres en su castillo, o ser un perro acariciado cerca de la lumbre. // Llevo un grito dentro que no sé cuándo reventará”.

Juan de Dios transcribe su lucha en versos, prosas, canciones, lecturas; compone su viaje poliédrico y conjuga lo más sublime con la oscuridad del subsuelo. La marginalidad del poeta se busca en personajes como Polichinela o Arlequino mientras, desde la soledad, se retrata extraviado en un cosmos desquiciado y maldito. Yonquis, prostitutas, bares, cucharas y jeringas se deshacen “en los pozos de Babel” y crean un conglomerado perfecto para dejar sentir al que lee.

“Se ha despedido con su voz gangosa del único taxista que le habla en los arcos de la estación. // Vibra como una marimba y la humanidad hace silencio para escucharla. ¿Oís cómo hierve la coca y el caballo? Cada nota es un bosque creciendo y la belleza es una interrogación”.

Juan de Dios nos ofrece en Canto fenicio un foco de reflexión, un recorrido vital en el que identificarse, por un lado, con la indeterminación y el desconcierto, y por otro, con la libertad de seguir en una contienda que para muchos no existe. Un juego en el que el llanto se solidifica con la esperanza de seguir en pie ante la desolación acostumbrada:

“Por si no llego a viejo, he de deciros que no volví a ser el mismo después del huracán y tomé la decisión de llevar una vida submarina. // Todo empezó con un griego saltando la trampilla de un caballo de madera gigantesco en suelo troyano. // El mar de Ulises, sí, y en la otra orilla del tiempo los veranos en Mojácar. // No sé si es la abuela Ana María sirviéndome sopa de leche o yo desayunando hace cuarenta años, pero desde entonces sé que hay un muerto recorriendo la cocina, sé cuándo el corazón es un enjambre de lombrices, dónde quedó el futuro en aquel verso de Celaya, cómo robé ese libro y la bibliotecaria me indultó con la mirada, por qué no lloran los ojos de los mújoles sobre el hielo picado de la pescadería”.

Sigamos navegando por la poesía. Sintamos el olor a mar. Leamos.