“La noche, al empezar, / lo despertó: / la noche y el futuro / eran enormes. / Dio luz al viejo flexo. / Ancló el café / en la esquina derecha / de la alargada / llanura del tablero. / Un buen montón / a su izquierda compuso / de folios frescos / de momento intachados. / Y se sentó. / Enderezó en su mano / la antigua pluma / que aún agonizaba. / Dio un sorbo. / Y se dispuso con la noche / a roturar / sus piedras de memoria”.

Luis T. Bonmatí Gutiérrez (Catral, 1946) es poeta, narrador, ensayista y editor. Licenciado en Filosofía y Letras y Diplomado en Psicología. Director de la editorial alicantina Aguaclara. En narrativa sus obras publicadas son Cuentos del amor hermoso (Aguaclara, 1990), La llanura fantástica (Huerga & Fierro, 1997), Último acorde para la Orquesta Roja (Aguaclara; Premio Arniches de Novela, 1991). Recibió el premio de novela corta Gabriel Sijé (1978) por su relato Las madres y el premio de cuentos Ignacio Aldecoa (1988) por Frigida, mantis, vacua. También ha escrito diversos libros destinados a público infantil y juvenil.

Sus poemarios son: Suma de Barro (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, Colección Indicios, 1988) y La edad de las piedras (Huerga & Fierro, Colección Signos, 2018).

 

Al pensar en la poesía de Luis T. Bonmatí, se siente que la vida es un frío invierno; que la esperanza, en ocasiones, nos quiere conducir hacia un lugar distinto a la muerte. Pero el tiempo pasa, y una se da cuenta de que se nace y se muere a través del poema, sobre el papel y sobre la vida silenciosa donde solo caben derrotas. Absorta entre los versos de un poeta que se busca sin prisa, con esa voz propia que no se encuentra sino en la soledad y en el interior de uno mismo.

“Siempre se había dado por supuesto a sí mismo, / apenas se miraba por ello en los espejos / y nunca reparó muy bien en el color / que tuvieran sus ojos, que sabía castaños / en toda su extensión tan solo porque así / ellas se lo decían. E incluso ella, tan poco / propensa a los elogios, los alababa a veces / ya que, hasta si él se airaba, brillaban sin doblez / piadosamente limpios”.

Desde Suma de barro, la indagación sobre la transformación y la verticalidad de la existencia acompañan el viaje. El tiempo y la fugacidad de la vida crean un paisaje de sombras en el que la luz hiere y nos hace sucumbir a la necesidad de la escritura. De esta manera, la vida es una pérdida continua que, de forma circular, empieza y acaba con la amplitud semántica de la muerte.

“Tú entonces recordaste qué lejana la muerte / al empezar la tarde, el poema, la vida / mas no ahora que el sol te da en la espalda frío. / Tú dijiste: ‘Tierra, tierra, ¿dónde está tu alegría / con dedos de salud escrita o dibujada?’, / (mas no es vida el recuerdo: ni siquiera es eterno). / Tú viste toda la tierra que le es posible a un muerto”.

El misterio, la incertidumbre, los huecos del alma, se acentúan con la madurez y nos sumergen en la meditación continua.  El “yo” busca asueto en otro ser para facilitar la visión, para recrearse en esos anhelos y emociones ya perdidos, y construir desde La edad de las piedras una historia reflexiva y traslúcida. El pasado, la memoria y el dolor transcurren por los versos para definir al que sabe que todo es humo y escarcha.

“Ellos estaban solos. Lo sabían / aunque no se atrevieran a confesarlo nunca. / Debajo de la noche poblada por el frío / que caía a las piedras, cada amigo era un árbol / desvinculado, turbio, soltado en su desierto. / Ellos eran muy jóvenes, pero sabían bien / que la muerte no puede ser burlada por nadie. / Aunque aún eran tan jóvenes que ninguno llegaba, / de momento, a aceptarla de esa suave manera / en que acaba admitiéndose”.

Desde el crepúsculo, la melancolía y el sentir trágico abren un mundo con una sola certeza: un final que nos atropella y se presiente desde la juventud para, con el paso de los años, dar forma sublime al desengaño y al escepticismo. Vacío, soledad, nada, son conceptos o sentires del presente al que estamos condenados.

“En el azul traslúcido del día / ella dejó esbozado velozmente / un túnel transparente de vacío, / una ráfaga de alas / que antes de deshacerse destelló: / fue entonces cuando él quiso / hacerse golondrina. // Pero no por el vuelo: por dejar / escrita en vida, tras de sí, un área / línea imposible en el papel del tiempo, / una sinuosa recta / que al ser deja de ser: igual que un rayo / de luz a media noche / después de fulgurar”.

La escritura, el arte, es el pulso cognoscente por el que el autor se abre un camino y atraviesa el desierto. Los sueños son fogonazos que nos arrastran hacia la realidad más descarnada y nos hacen convertirnos en roca quebradiza. Las palabras rozan la piel y se convierten en un cristal que araña, pero que también seduce ante el fluir de la vida (ya breve).

“Pero al mirar ahora / desde arriba hacia abajo / de sus años, atrás, / él sabe que lo poco / que de la vida sabe / solo es por el trasunto / de la vida que son / las palabras que guarda. / Como guarda los besos / que lo han constituido, / y con los que también / escribe, pareciéndole / entonces que, con versos / y con besos de sílabas / contadas, edita él / lo oculto de las cosas / como son o quizá / como fueron o puede / que como deban ser”.

Luis T. Bonmatí es un editor que, a través de Aguaclara, ha dado voz a innumerables poetas; que ha sentido el compromiso y la pasión por los libros más allá de su propia obra, con un particular silencio. Escribía en su primer poemario que “el arte es tan inútil / como todo y lo es tanto / que hay que empeñar la vida hasta la muerte / para alcanzar la nada persiguiéndolo”, y es así, desde ese empeño, como se percibe su poética. En La edad de las piedras dice que los poetas son “profetas o brujos, no más, cuyos conjuros / la materia callada no escucha porque es sorda. / Ellos quieren poblar, con pasión, un desierto / donde no se dan hembras ni semillas ni lluvia. / Nunca pueden ganar: / solo se engañan”. Dejémonos seducir por las emanaciones de la lírica. Vivamos. Leamos.