“Las sombras llegaban / y otra realidad las hacía / crecer entre los árboles, / bajo el animal / que pone fin a su vida / a la orilla del río / donde la hierba crece / amorosamente. // La sombra y la hierba / llegaron a ser uno, / el bosque el animal, / el río el pasado futuro”.

Miguel Romaguera (Valencia, 1955) es doctor en Filología Hispánica. Entre sus publicaciones destacan Semillas (Síntesis, 1978), cuya tercera versión data de 2012; Mirada de silencio (1983), cuya segunda versión está fechada también en 2012. La primera edición de El Jardín de Ida procede de 1984 y obtuvo el premio Ciudad de Valencia de ese mismo año; la segunda, revisada, se publicó en 2012. Posteriormente a 1984, aparecieron Claros de luz (1996), Climas (2006), El ciclo (2019) y Poética (2020). Ha traducido a Ezra Pound y A.R. Ammons y ha realizado versiones de poetas zen chinos y japoneses de los XII a XVII.

Mirar el silencio que guarda la poesía de Miguel Romaguera es hundirse y regocijarse en la quietud, una manera de recorrer nuestros abismos, de desprendernos de lo superfluo y navegar hacia el infinito del propio existir. Desde este punto, en Mirada de silencio, el poeta nos propone un viaje introspectivo que se proyecta en la naturaleza y el paisaje. Un recorrido que se centra en Grecia como objeto poético, en su hermosura mediterránea, en su mitología y sus leyendas, para abrir un camino hacia el origen, hacia las profundidades del ser.

“Me senté al borde del acantilado. / Dije: ya es septiembre, / el viento mueve las ramas, / desprende semillas. // Miré adentro: / los pájaros / en el aire. / Crecía el reflejo del mar. // Dejé de pensar qué miraba. / Dejé de pensar que miraba”.

Con voluntad meditativa, el poema surge como un milagro, como una visión que atrapa el instante y lo convierte en eterno. El autor toma conciencia de sí mismo a través de los elementos. Tierra, aire, agua… activan los sentidos y, en el mismo descubrimiento, crean una manera de ser y de estar en el mundo. Todo es símbolo más allá de lo observado.

“El perfume salino, / el triunfo de la llamada de afrodita / y el fin de la carrera de Helios / trajeron con las olas / las nubes rojizas del anochecer. // Las ensenadas de las dunas / las cruzan luces blancas. / El mar pareció evadirse de su forma / dominado por centellas misteriosas. // Llevados por iridiscentes estrellas / gozamos la noche de Hipnos, / la vastedad del mar, / evanescente, / disolviéndose / en la oscuridad”.

La luz penetra en el ojo para crecer como concepto, como misterio que se desvela y descubre el otro lado. Las sombras abren todas las realidades que manifiesta el silencio. Así, el todo, lo desconocido, modifica la vida y su percepción: nos descubre.

“Más allá todos los mundos son el mismo mundo, / un estado de exceso mínimo y máximo, / irradiar desde el centro sobre todas las cosas. // Acecho el viento / que modifica las formas, / más allá del crecimiento organizado y celeste. // Y he bajado hasta el agua sin luz”.

La belleza transita los versos y, como si se tratara de una fuente, de ella manan las palabras, el lenguaje. La emoción y el éxtasis que provoca lo bello se concentra en el horizonte para explotar dentro de uno mismo. Incendio y sacudida ante la grandiosidad de la creación que trasciende y se revela. Cada piedra, cada rayo de sol, despierta la memoria en un acto incognoscible de felicidad y nos envuelve con el equilibrio del mar mediterráneo.

“La colina frente a la rada / contemplaba las aguas. / Salí hasta la ladera / y vi / los cuerpos celestes. / El mar oscuro / acariciaba la costa / y / espejaba, / y / como puro mercurio dejé mis estrellas en la tierra, / sintiendo en esa unión / una plenitud vigorosa en ese brote de Venus”.

Junto a dioses y mitos, la idea del amor se convierte en percepción sublime que traspasa lo matérico. Su conocimiento, la perplejidad que provoca, alumbra la vida. Y es en esa celebración donde aparece el vórtice del viaje, la esencialidad de la poesía, el goce del espíritu. Una estética que hace visible el desdoblamiento del autor, que mira y es parte, que existe ajeno al tiempo y sus fronteras cuando escribe. La eternidad es algo alcanzable para el espíritu.

“Y seguí por la orilla integrando efluvios marinos / y la arena movida por las olas / acababa masificada / y plana / para ser: / a partir del mundo hay otro mundo / y el horizonte / de nuestros deseos / es la línea donde confluye lo dual, / como si eternidad y movimiento fueran afines / como el agua a la ola. / Y el horizonte marcó un tiempo inherente a mí también, / el del sol hundiéndose en el horizonte”.

En esta colección de diecisiete poemas, Miguel Romaguera canta al Mediterráneo y nos da una visión translúcida de su filosofía. De esa posición que se multiplica y se cultiva con la mística. Las imágenes y las metáforas conforman un entramado inspirador que, valiéndose de lo concreto, nos introduce en lo abstracto del alma, de lo inexplicable. Dice en el poema “Esparta”: “De mis ojos salió / el fulgor de las aguas plateadas / y ya no supe quién era // ni qué había en mí / que me hacía ver / mi propia voluntad transfigurada. // Sobre el mar caía la lluvia: / era una imagen remota, / renovándome aquel mar”. ¿Cómo separar belleza y poesía? ¿Luz y oscuridad? ¿Pregunta y respuesta? Sintamos el asombro. Leamos.