“Esta noche es la del arrebato, / noche sagrada que contiene la sangre / hasta que ya es manar sin vasos ni compuertas. / Esta es la voz caliente, la pólvora en la voz, / la lava, el vendaval, / el rayo que atormenta la conciencia en su nicho”.

Pilar Blanco (Bembibre, León), vive en Alicante desde 1985. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. Ha recibido distintos premios de poesía entre los que destacan el Francisco de Quevedo (Madrid, 1985), accésit del IX Premio Jaime Gil de Biedma (Segovia, 1999), el Premio Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (Orihuela, 2003), el Premio Alegría (Santander, 2005) y el San Juan de la Cruz (Ávila, 2007). Figura en antologías como Ilimitada voz. Antología de poesía escrita por mujeres (2003), Nuevas voces y viejas escuelas en la poesía española (1970-2005), Luces de cabotaje: la poesía de la transición y la generación de la democracia en los albores del nuevo milenio (2008), La musa funámbula. La poesía española entre 1980 y 2005 (2008). Ha publicado los siguientes libros de poemas: Voz primera (1982), Vocabulario íntimo (1999), Mundos disueltos (1999), A flor de agua (2000), Mar de silencio (2004), La luz herida (2004), Ceniza (2005), El jardín invisible (2007), Zarzalúa, en gallego (2007), las plaquettes Brumas de mar y tiempo (2010) y Agua que huye y sueña (2013), la antología Con cal en los dedos- 1982-2010 (2012), Alas los labios (2013), Raíces de la sangre (2014), Vigía de tu paso (2018) y Yo escribo la noche (2020).

La poesía de Pilar Blanco es una continua búsqueda, una reflexión profunda sobre la existencia y la inexistencia, sobre el misterio, la verdad y todas sus preguntas. Sus poemas son un permanente rastreo, una cavilación sobre el tránsito, el amor, la pérdida, el anhelo y lo que compone la esencia del ser humano. Cada libro es un tamiz por el que se filtran las cuestiones que nos mueven y nos hacen ser parte de un todo.

“Como extranjeros, / entramos en el mundo sin saber / que en este nacimiento del amor / abrimos la mirada a lo que no existía, / creamos la existencia en esos ojos / que dicen lo que somos, lo reflejan”.

La mirada que se distancia, el desdoblamiento en otros personajes y una discreta línea intimista juegan en sus libros para desdibujar a la autora y, a la vez, perfilar todas aquellas inquietudes que la definen. Su obra se puede leer como un solo libro que avanza en el tiempo como la propia vida: con sus etapas, sus cierres, sus comienzos, sus renuncias, sus abrazos…

“Y allí estaba / tendido como un niño desnudo / como un perro arrollado en la cuneta. / Estaba en su indefensa rendición, / allí, / adonde van los cuerpos que perdieron las almas / adonde va el olvido y los amantes mueren / heridos de otra vez. / Donde los besos tienden al sol las escamas de sus labios fruncidos, / de las palabras hechas cristal, hechas filo cobarde. / Ahí. Del frutal de lo nunca. / De donde huyó la luz”.

Las distintas voces que habitan en ella traspasan los versos para ofrecernos aspectos de su personalidad que no siempre son complementarios. Así, las contradicciones y la indagación sobre el propio yo abren el camino hacia la trascendencia y la contemplación de todos los planos, hacia el encuentro con el silencio y la revelación.

En Yo escribo la noche (Chamán Ediciones) las dudas se entremezclan con los momentos de claridad. El amor, insustituible y necesario, nos precipita hacia el riesgo de vivir, de vivirse plenamente y ser parte de una historia con infinitos principios e innumerables finales. El fuego se aviva en el poema, en el acto de respirar y conciliarse con el mundo. La poeta arde a pesar de la herida. Tiene voluntad de hacerlo.

“Desde el dolor, bajar al cuerpoatierra, / los ojos en la altura; ser capaces / de ser desaprendiendo. Quien anhela / y tropieza otra vez, quien se levanta / y planea en la brisa, / quien construye / de sus muñones alas. La alegría”.

Las luces y las sombras se mimetizan con los elementos naturales que hacen de vehículo para el amor y el desamor, para el tiempo que se extingue, para la memoria y la conciencia del tránsito. El desencanto fluye y el aprendizaje despliega la fuerza interior y todos sus poderes.

“Vuelvo. Busco fisuras. No / hay un hueco que abrace, / no hay la huella que se funde en mi huella para abrir la caricia. / Acero y hueso el día. Pulido el aire en la respiración. / No hay fisuras. Solo lo que se rompe. / Vuelvo, elipse de memoria y laberinto. / Volver sin más, ciclo de lo inconcluso. / Caminar / sin haberme movido”.

La belleza y la riqueza lingüística nos acompañan en un mundo de destellos e iluminación que se despliega y se construye en un proceso de evolución natural. Las expresiones y el amor por el idioma juegan en una expansión de significados y universos interiores. Los espejismos, las encrucijadas y todas las experiencias mutan hacia la palabra, hacia el lenguaje y todas sus posibilidades.

“Cada verso un puñetazo, una aguja finísima taladrando la vena, / el colmillo del lobo, la tenaza que rompe la carne, / la llaga que la humilla. / Cada verso / una zanja donde echarse a vivir, / una playa que acoja el cadáver acariciado por las algas, / un ataúd de arena. / Cada verso una piel, / en cada piel un árbol tatuado. / Cada hoja una caricia que ya fue, / que a nada compromete, / que va a morir al ojo hasta arrasar su cauce”.

Cada acontecimiento es carne viva que se desgrana, piel que se desprende ante la intensa emotividad y la percepción sensorial. Lo palpable y lo físico se elevan ante la mirada de Pilar Blanco para convertirse en una cascada de preguntas, en el hundimiento donde se buscan respuestas que no se pueden responder.

“Y entonces ¿cuán mujer / la que levanta sus dos manos al cielo y no sabe? / ¿Cuánta mujer enhebra / la ventana y el tacto de cada amanecer que brota solo, / enhebra sola / tras la ventana oculta como un ojo vaciado? / ¿Qué mujer no conoce el rosario de noches atesorando un fuego que se extingue, / soplándose los dedos como canicas muertas, / como huesos de taba que arrojar o adivinar su enigma?”.

Pilar Blanco nos ofrece en Yo escribo la noche la fuerza que emerge de las entrañas, ese vértigo que da sentido a la existencia. Las cicatrices se desdicen al arropo de la libertad y la desnudez de lo íntimo. De esta manera, los límites entre la coherencia y la locura se rasgan en el propio acto de reconocerse acompañado, en el trance de amar y de los nuevos comienzos. En sus palabras, “Resistir en la luz”, eso es la vida: “Cada mirada sea intensidad. / Cada fuego sea fuego, esa inocencia / de quien se entrega al límite de la luz. / Luego venga la muerte a cumplir sus consignas. / Muere / solo lo que ha vivido: la alta llama”. Sintamos el temblor. Leamos.