A menos que usted resida en Mercurio o, peor aún, en unos masificados apartamentos lejos de la añorada línea de playa, en los ásperos y desangelados anillos de Saturno, habrá observado cómo, de un tiempo a esta parte, poco a poco y con visible alevosía, se ha ido restringiendo primero, vedando después y finalmente castigando, ese terreno tan abonado tradicionalmente por el requiebro popular, ese cultivo del piropo alegre y encendido, principalmente masculino. No nos oponemos a la desaprobación del halago ofensivo o repugnante, nadie en su sano juicio podría oponerse. El problema surge inevitablemente cuando, por arrancar algunas malas hierbas —algunos patanes, que los hay—, se acaba arrasando con todo un hermoso y florido jardín.
Han sido unas señoritas temperamentales, a quienes se ha otorgado un desproporcionado poder de decisión, unas damas de tortuoso atractivo e inexistente bagaje político, de desleído encanto y pobre intelectualidad, de muy tibias luces, quienes trataron, desde el principio, de fomentar el látigo y la persecución. Llevadas de la amargura y del capricho más fanático e ideológico, se empeñan —siempre con ese ridículo ademán del puño cerrado, siempre con el rancio mohín apresado entre las mejillas— en silenciar por la fuerza el espontáneo y festivo cumplido del varón. Afortunadamente, pues debemos aferrarnos con dedos crispados al saliente de piedra de la esperanza, como estas aristócratas de la pataleta y el berrinche son ostensiblemente analfabetas, se mantienen —gracias a Dios por sus pequeños favores— alejadas de la literatura. De otro modo, habrían castigado dolorosa y retroactivamente a Virgilio, pongamos por caso, por pretender amorosamente a su Beatriz, o a Nabokov, cuyo atormentado personaje no solo piropeaba en sus controvertidas páginas a una menor edad: para colmo, su nínfula se convirtió en la hija de su esposa.
Esta enorme frustración personal de las poderosas damas, esta rabieta de órdago —que sería inocente y graciosa si no proviniera del ámbito ministerial— podría concebirse como una versión moderna y musical de aquel dicho tan coloquial y grosero de la prostituta y el río: si a nosotras no nos piropea ni el portero de la finca, a las demás tampoco. Desde el punto de vista de los parámetros de la igualdad, es una postura irreprochable: o todas guapas o todas feas, o todas piropeadas o el hombre —el hombre fascista, el hombre ejerciendo siempre la violencia— al río. Aprobemos por ley el hostigamiento del varón, pues, y celebremos el empoderamiento de las mojigatas.
Qué habría sido de la alta poesía, nos preguntamos con cierto espanto, si nunca hubiera aflorado el ingenio galante del poeta. Nada yergue tanto el ánimo, de una mujer o de un hombre, como recibir el obsequio de un elaborado y hermoso requiebro. Nada más bello que la delicada y amorosa lisonja del enamorado en ciernes a su futura amada. Es el vivo rencor, envuelto en grasienta bilis, lo que mueve a estas censoras dictatoriales. Es el berrinche, mire usted, del espantajo.
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