Sobre el papel, después de dos vasos de aguardiente, la idea no parece tan mala. El término técnico es ‘covivienda’, el genuino es ‘cohousing’, pero nosotros lo llamaremos ‘pásame el porro’. No pondremos en duda que este cooperativismo residencial pueda sostenerse en los países escandinavos; lo que alienta nuestras sospechas es la idoneidad de este modelo, el arraigo de tan arriesgada fórmula en un país glorioso y plurisuspicaz como España, donde la picaresca emana a furiosos borbotones hasta del grifo del agua caliente. Tampoco cuestionaremos que la propuesta sea una alternativa eficaz para combatir la soledad de las personas mayores, a quienes la sociedad arrumba, deliberadamente, como trastos deslucidos e inútiles. Es el aprovechamiento de estos espacios colaborativos por parte de los sectores más jóvenes —en este país con mimbres de chusca comedia— lo que provoca, no ya el recelo, sino la más sonora carcajada.
Hace unos años, un servidor de ustedes visitó Berlín. Ciudad dilatada, grisácea, de murmullos afligidos. Hubo algo allí, un detalle insignificante, que atrapó poderosamente la atención de este necio, y que delataba el carácter intrínseco de aquella sociedad: el acceso al metro era franco, sencillo, se efectuaba desde la superficie de la calle a las profundidades del andén, y de allí al vagón, sin ningún obstáculo, sin ningún torno, sin mamparas. Irremediablemente, uno preguntaba: “¿Pero aquí la gente paga el billete?” La respuesta era categórica: “Claro. Por conciencia”. En Madrid, la gente se cuela a pesar de las cámaras de vigilancia, de los guardias, de los tornos. Si se multiplicara el número de cámaras, si se doblara el celo de los vigilantes, si se apostaran francotiradores en las esquinas, si se construyera un foso con caimanes junto al andén, y un segundo foso de refuerzo con hirviente lava, y aunque la Hidra de Lerna se pasease rugiendo por los pasillos, la gente seguiría colándose con alegría, incluso con renovado ahínco. ¿Por qué? Por conciencia.
Imaginemos, si la risa nos lo permite, un supermercado de libre acceso, sin medidas de seguridad, sin vigilancia. Llene su cesta y pague por conciencia. Nos llevaríamos hasta las bombillas del techo. Desmontaríamos los cristales de las puertas. Habría tortas por repartirse las cámaras frigoríficas: “Yo la vi primero, sinvergüenza”.
Con estos cimientos de podrida moralidad, de salvaje y putrefacto egoísmo, póngase usted a convivir en un espacio de abierta cooperación. Póngase usted a ayudar al prójimo, o a esperar que le tiendan una mano amable. Póngase usted a compartir la lavadora o el coche. Y si todo esto funcionase —como sería deseable—, si este modelo sostenible y económico de urbana coexistencia triunfara entre la población más joven, ya puede echarse a rezar cuanto sepa y en bucle, porque hasta el más desmañado especulador girará el rostro con avidez, y, de un modo insidioso al principio y arrollador al final, plantará sobre él sus zarpas interesadas y abominables para sacar suculenta tajada. Con la oportuna connivencia, claro está, del gobernante, que mañana ocupará un confortable sillón en un despacho de la cúpula empresarial.