Son muchos, quizá demasiados, los artículos que se han escrito ya este último año en torno a la cuestión del consumo cultural durante la pandemia. En todos los periódicos, grandes y pequeños, los defensores de la cultura han bombardeado a los lectores con un sinfín de artículos de esta temática, tan ingeniosos y a la vez tan similares entre sí, que se podría decir que van camino de configurar una categoría propia dentro de las secciones de opinión.
Todos ellos llegan a la conclusión, de una u otra manera, de que la cultura ha experimentado a lo largo de esta pandemia un cambio de época que se venía intuyendo desde hace años, pero que se ha visto acelerado a causa de este fenómeno. No obstante, esta idea, más que una conclusión, debería ser el punto de partida para realizar algunas consideraciones acerca de cómo la pandemia ha afectado al modo en el que consumimos la cultura.
Según fuentes del medio digital El Periódico, este sector representaba el 3% del PIB antes de la irrupción del COVID, y se encontraban vinculados a él un total del 4% de los empleos en nuestro país. Sin embargo, las huellas que dejará este año de parones, restricciones y aforos reducidos, amenaza con atacar cruelmente esos porcentajes, y no será hasta estos próximos meses cuando podamos analizar con claridad la magnitud del golpe que ha recibido el sector. Asimismo, estas cifras se refieren a aquellas instituciones culturales más tradicionales como teatros, museos, salas de cine o monumentos, pero es difícil contemplar en ellas la influencia del cambio principal que ha experimentado el ámbito de la cultura: su traslado al mundo virtual.
Utilizar la construcción “consumo culturalˮ nos hace partir del supuesto de la cultura como una mercancía, configurándose así como otro elemento más sujeto a las leyes implacables del mercado. Por ello, el fenómeno de reinvención digital durante la pandemia no está motivado más que por un acto de supervivencia económica. De este modo, la idea de la cultura como el conjunto de manifestaciones artísticas de un pueblo ha pasado a un segundo plano. Ahora nos encontramos con un predominio de la cultura manufacturada, destinada a cumplir las incansables exigencias mercantiles de una masa ávida de ocio y entretenimiento.
Esta nueva concepción de las creaciones culturales no es algo realmente novedoso, ya que es un cambio que se viene operando desde mediados del siglo XX, pero el salto a la era digital, acuciado por la pandemia, no ha hecho sino consolidar ese fenómeno de mercantilización.
Para mantenerse a flote en un mar un tanto agitado, la mayoría de productores e instituciones culturales han optado por lanzarse de lleno a la realidad emergente de las plataformas online. En este formato, no podemos destacar sino la presencia de las plataformas de streaming, para las cuales esta crisis mundial ha supuesto una auténtica bendición. A raíz de esto, cabe destacar que en un momento en el que nos vemos obligados a trabajar, estudiar, comprar e incluso relacionarnos a través de una pantalla, no es demasiado sorprendente que el ocio se haya trasladado también al mundo digital.
A través de este tipo de medios, no solo han emergido nuevas formas de entretenimiento audiovisual, sino que también se han revitalizado ciertos tipos de actos culturales más tradicionales que de no ser por este tipo de recursos se habrían visto condenados a una total inactividad. Es el caso, por ejemplo, de las charlas y conferencias que ofrecen instituciones como museos o universidades, que lejos de verse afectadas por la imposibilidad de ser realizadas presencialmente, han experimentado una mayor afluencia de asistentes a través de plataformas como google meet, youtube o zoom. Lo mismo ha ocurrido con el cine o la música, que han visto en ciertas plataformas digitales no solo un salvavidas económico, sino también un medio para llegar a un público más amplio.
Por ello, cuando hablamos del golpe que ha experimentado la cultura, quizá debamos matizar que este ha impactado directamente sobre aquellas prácticas culturales que requieren del contacto directo con el ser humano. Pensemos así, por ejemplo, en los teatros independientes y en las jóvenes compañías que empiezan a abrirse camino en el mundo del espectáculo a través de ellos. Una sala de menos de 100 butacas, con un precio de entrada que no supera habitualmente los 10 euros, y con un 30% de aforo limitado, constituye la combinación perfecta para trabajar a cambio de nada, o echar la persiana e ir a buscarse un sueldo en otro lugar.
El único sector en el que podemos decir que la pandemia no ha alterado ni perjudicado su estado habitual quizá sea el de la literatura. Por la propia naturaleza del trabajo de la escritura y del acto de consumo literario, la pandemia no solo no ha afectado a esta rama de la cultura, sino que incluso ha aportado nuevos temas y preocupaciones que durante este último año han ido enriqueciendo el conjunto de obras publicadas. El fenómeno del auge editorial, sumado al aumento del índice de lectura en la población, que ya asciende a 68,5% según la FGEE, nos permite corroborar que este sector, que se encuentra en alza desde hace ya un par de décadas, no se ha visto ni se verá afectado por la pandemia.
Teniendo en cuenta todo lo dicho hasta aquí, el hecho de que el consumo cultural haya experimentado un proceso de cambio sin precedentes debe ser concebido como algo positivo, en tanto que este cambio de paradigma se va a producir tanto si nos gusta como si no. Sin embargo, esta renovación ha empujado al sector cultural a una encrucijada para la que, quizá, todavía no estaba preparado. Acuciada por el ritmo del progreso, la cultura se ve obligada a avanzar ahora a un ritmo que una cierta parte de sus manifestaciones tradicionales no podrá seguir, y serán aquellas que quizá queden abandonadas en el camino durante los próximos años.
Ante esta predicción, somos nosotros, los consumidores de la pandemia, los que debemos plantearnos hacia dónde queremos dirigir el rumbo de los acontecimientos. Para ello, podríamos pararnos a considerar algunas cuestiones, entre las cuales destacan las que se enumeran a continuación.
Por ejemplo, en lo que respecta a la cultura audiovisual, que ha sido la gran protagonista de esta pandemia, podríamos considerar cómo repercute en la economía del país dar prevalencia a plataformas como Netflix, que en 2020 ingresó casi 19 millones de euros pero tributó a hacienda una cantidad total de 3146 €, lo mismo que un trabajador que cobrase 24000 euros al año. Para hacerlo, obviamente, se sirvió de ciertas prácticas de ingeniería fiscal, como crear sociedades de cuestionable validez e ingresar el dinero a través de cuentas en los Países Bajos.
A raíz de esto, consideremos también que el sector de la cultura no se salva con campañas en redes sociales de apoyo a los creadores, sino pagando por aquello que consumimos y haciendo que quienes comercian con la cultura jueguen sus cartas limpiamente. En relación con todo ello, consideremos además que quizá no debamos dar tanta voz en los medios a aquellos que braman porque el gobierno haya destinado ayudas por valor 76 millones de euros a un sector cuya aportación a las arcas públicas multiplica por mucho esa cantidad.
En nuestro ámbito personal, podríamos considerar también hasta qué punto estamos dispuestos a condenar a largo plazo todo tipo de acto cultural que conlleve una relación social, y que nos permita evadirnos de la rutina tras haber pasado un periodo tan largo de aislamiento y soledad. Algunos sociólogos ya prevén unos “nuevos felices años 20ˮ, pero habrá que esperar a ver si el cambio de paradigma que ha experimentado la cultura nos permite aplicar ese fenómeno a este sector. Hasta entonces, las cifras de casos de depresión y ansiedad suben exponencialmente, y el hecho de suscribir la mayor parte de nuestro tiempo al uso individualizado de un dispositivo artificial no parece que vaya a contribuir a paliar esta pandemia de infelicidad.
Por otro lado, podríamos considerar el tipo de cultura que se nos ofrece a través de las plataformas de ocio audiovisual, ya sea en los medios más tradicionales, como la televisión, o en otros más innovadores como las páginas de streaming. En lo que respecta a la televisión, el contenido “culturalˮ que se ofrece a los espectadores, sobre todo en las televisiones privadas, es una muestra más que suficiente del cataclismo intelectual que han experimentado ciertos sectores de la población. La magnitud de este hecho es tal, que más que proceder a analizarlo, quizá sería mejor limitarnos a contemplar con resignación, y algo de vergüenza, la reducida oferta cultural televisiva, y la calidad del entretenimiento que nos ofrecen estos medios, que se sorprenden de que el público huya despavorido a internet mientras condenan su reducida oferta cultural en favor de la producción de realities.
Podríamos ser igual de críticos con respecto al contenido online, pero no sería justo si consideramos que la oferta es mucho más amplia que en los medios tradicionales, y el espectador tiene la capacidad de ser más selectivo con respecto a sus intereses culturales. Así se ha visto hasta ahora, teniendo en cuenta la cifra de más de 900 millones de suscriptores en total que se encuentran afiliados a plataformas de streaming, música o literatura, según contabilizan Selectra y el periódico El Mundo. Además, estas plataformas, más allá del entretenimiento constituyen un soporte fundamental para que se puedan seguir desarrollando otras actividades culturales como exposiciones virtuales, presentaciones de libros, etc.
Sin embargo, esta lista de consideraciones acerca del papel de la cultura en la pandemia, debería alcanzar su punto final considerando, más allá de todas esas cuestiones con un cierto tinte negativo, el papel que han jugado los creadores durante este periodo, a quienes hay que reconocerles el mérito de sobrevivir y ayudarnos a vivir gracias a su arte. Quizá esta consideración se repita continuamente en los medios, pero nunca está de más volver a recordar hasta qué punto trabaja la cultura por nosotros, sobre todo en esta época en la que gran parte de la población necesita evadirse ocasionalmente de la realidad. Asimismo, cabe destacar la importancia de este sector a la hora de frenar el retroceso cultural generalizado, sobre todo en un momento histórico en el que una cierta parte de la sociedad utiliza su propio descontento como pretexto para abrazarse deliberadamente a la indigencia intelectual.
Ante todas estas reflexiones, y otras muchas no recogidas aquí, nos sitúa el cambio de paradigma que hemos experimentado durante la pandemia en lo que respecta al consumo cultural. Por tanto, aunque la mayoría de articulistas animen a sus lectores a “esperar a ver dónde nos conduce estoˮ, quizá sería más adecuado plantearnos hacia dónde queremos conducir la cultura, ya que la mayor ventaja que experimenta este sector al encontrarse a merced de las leyes del mercado, entre tantas desventajas, es que nosotros como consumidores seremos capaces de decidir su futuro, una vez que la pandemia forme parte del pasado.
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