Es el deporte, para algunas personas, una especie de religión, un credo de altos vuelos que se venera con acusada pasión. No se puede honrar el deporte sin dejar atrás, como huella de su culto, un reguero de sangre amorosa. Cuando se convierte en brújula y espejo del alma, el deporte forja en el carácter del individuo una suerte de acerada personalidad. El deporte, claro está, como afición. Como icono sagrado.
El día del partido se pospone todo lo demás, se aparcan las minucias de la vida: el auténtico hincha no ha querido nunca a su pareja o a su madre, ni las querrá jamás, como a alguno de los delanteros de su equipo. Cuántos reveses precisos, deslizando la bola por encima de la red, no habremos ejecutado con asombrosa maestría sentados cómodamente en el sofá de falso cuero. Qué manera de correr por la pista, qué forma admirable de rematar el set con el cuenco de palomitas perfectamente equilibrado sobre la barriga. El verdadero aficionado al ciclismo estalla de indignación: cómo se puede ser tan memo, tan incapaz. Ay, si nosotros estuviéramos sobre la bicicleta enseñaríamos a ese mamarracho el modo de ascender un puerto de montaña. Para mitigar el desencanto, acudimos inmediatamente al frigorífico a por otra cerveza. Las soluciones a la mala temporada de un club se hallan todas invariablemente en la barra de un bar. Allí, acodado sobre el mugriento mostrador, el hincha desarrolla tesis brillantes para sacar al equipo del atolladero: «Si fuera yo… —así comienzan los proyectos de cualquier entendido en la materia—, lo que habría que hacer…» Cuántos acertados consejos, llevados de un profundo amor por la competición, por la sublime gloria, no daríamos a esa atleta que se prepara para correr los cien metros, a esa atleta tan ignorante, tan falta de perspectiva. Ah, si escuchara nuestras sabias recomendaciones… Nosotros, oráculos preciosos, que no corremos ni para ir a comprar el pan, que nos ahogamos subiendo medio tramo de escalera.
Ahí va la radiografía sencilla y cotidiana del drama doméstico: «Cariño, el chiquillo ha suspendido todas y le he encontrado cuatro porros liados en el cajón de la mesita, dile algo.» «Ahora voy, nena, cuando acabe el partido». Y el angelito, embutido naturalmente en su chándal negro, con una porción del flequillo cubriéndole los ojos, que ha suspendido porque no consigue concentrarse en los estudios —pues la Jessicah lo tiene aturdido, divina entre las musas divinas, con esos leggings que le alborotan la cordura y ese tornillito lindo atravesándole el labio—, está rezando por que el equipo de papá gane al menos por cuatro goles de diferencia, atenuante indispensable para que el rapapolvo sea más suave, más toreable. Si el equipo de papá pierde, ay, la criatura va a pasar el verano fregando mesas.
El deporte ha alterado nuestras vidas. No le queda a uno tiempo ni para freír un huevo. La agenda luce arrumbada, patas arriba. Cómo organizarse, cómo encontrar el hueco para hacer la compra o visitar a la abuela cuando tiene uno que grabar siete vídeos levantando las mancuernas en el gimnasio. Solo aplicando filtros y escogiendo la música para maridar los vídeos, amigo mío, se nos va la tarde entera.
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