Qué lejos quedan aquellos tiempos en que el hombre primitivo cazaba majestuosos bisontes arrojando esforzadamente una lanza. Y qué vigente, asimismo, mantiene hoy la costumbre de salir a cazar el hombre —primitivo también, en muchos casos—, si no para llenar el vientre, para satisfacer al menos su ansia masculina y devoradora. Hemos sustituido la lanza por la caña de pescar, y ésta en sentido figurado, pero las técnicas de persecución y derribo permanecen engrasadas e intactas. El hombre arroja la caña instintivamente a cualquier cosa que se menee entre la maleza, a cualquier ser vivo que asome las orejas tímidamente entre los setos. No se hace ascos a nada. Basta con que la presa se contonee ostensiblemente en el camino y respire en libertad, si bien existen unas determinadas características que orientan inevitablemente la caza y la convierten en objetivo primordial: que la presa, aquí vamos, atesore senos y vagina.

Rara es la jornada en que un varón no pinche a una o varias damas en un ojo con el anzuelo. Se arroja tan indiscriminada y continuadamente el sedal que algunas señoras deambulan por la calle con el vestido hecho jirones. Si hay alcohol de por medio, los escopetazos del cazador llegan a ser incluso convulsivos. No se atiende a ninguna cordura o a suerte alguna de moderación: se trata de echar desaforadamente la red a cualquier señorita que calce zapatitos de tacón. Allí, entre dos coches, está cruzando la vecina. Arrojemos, pues, y sin demorarnos un segundo, el hilo de pescar, que tal vez suene hoy la melodiosa flauta. Ahí va la mujer del carpintero: tírale la caña, Mariano, no permitas que se escape. Tírale, que igual hay suerte.

Las redes sociales, para estas cosas de la caza mayor, son pertinentes y preciosos campos de batida, llanuras vastas y abiertas que parecen creadas casi a propósito. Se han erigido, admitámoslo de una vez, en fabulosas fantasías, en el extraordinario Coliseo del amor. No se deja pasar ni la menor oportunidad. No se molesta uno ni en ponerse escrupuloso. Ya puede mostrarse la moza esquelética o con sobrepeso, que le van a atizar igualmente en las sienes con el anzuelo. Si la dama cometiere además la tormentosa imprudencia de lucir en las fotografías en traje de baño —no digamos ya en bragas—, el pescador de sofá, al borde de la taquicardia, le arrojará la caña, el guante y hasta los cordones de los zapatos. No se respeta ni la edad, lo mismo se le tira el sedal a una octogenaria que a una chiquilla de catorce años. A una porque todavía conserva cierto garbo, y a la otra por ir adelantando terreno. ¿Tiene nombre de mujer? Sobra.

Pero la falta de tino y sutileza conduce, por lo general, y muy patéticamente, a que el cazador acabe cazado tarde o temprano por su pareja. Mención aparte merece el triste desarrollo de este drama ineludible, pues resulta paradójico que el enfado y la grave ofensa sufrida por la parienta no tengan nada que ver con el pecaminoso flirteo, sino con la arbitraria elección de la presa: «¿Con ésa, nene? ¿Con la de las cartucheras? ¿No había otra?» Minucias y vergüenzas de la antropología, amigo mío, que nos abocan continuamente al más terrible e insoportable bochorno.