La ráfaga de aire le recordó a los amantes que una de las ventanas había estado abierta durante toda la noche y que un amanecer de octubre puede ser muy frío tan cerca de la ría.

— ¿A que te pone más cachondo que sea tu cuñada?

            La voz raspada de Carolina revelaba demasiadas noches que su cuerpo, duro y flexible, se empeñaba eficazmente en ocultar. Se giró hacia Roberto y las sábanas crujieron, dejando al descubierto la peligrosidad de su cadera. Él fumaba uno de sus cigarrillos sin filtro con toda la desidia que era capaz de aparentar.

            —No se te da bien hablar como una zorra—le respondió, más molesto por su condición de esclavo de esa pelirroja que por lo que pudiera haberle dicho. Observaba las volutas de humo desintegrándose en el cielo raso y no le hacía falta mirarla para saber que esa mañana ella había asumido el papel de puta, igual que otros días decidía ser una dama con clase y la mayoría una inestable depresiva que sólo buscaba un hombre que le lamiese las lágrimas.  Se levantó de la cama con pereza, pensando en la monótona guardia de domingo que le esperaba en el cuartel. Antes tenía que pasar por casa para darse una ducha rápida y cambiarse. Buscó la camisa, que resultó estar tirada en un rincón, arrugada y confundida con el severo blanco del suelo, y el de la pared, y el del techo. Pensó que ese intenso frío se debía, en realidad, a la falta de color, muebles, vida en aquella casa gigante.

            Carolina seguía sonriendo. Se encendió un cigarrillo, los suyos eran caros y rubios, y exhaló el humo con la displicencia de las que se saben dueñas de todo lo que abarcan sus piernas. Las miradas de los hombres en la lonja, en el bar, hasta en la escuela se lo habían dejado muy claro. Siempre lo había sabido, también aquella mañana en la ría, cuando conoció mientras mariscaba a esos hermanos tan guapos recién llegados al pueblo. La gente no era capaz de distinguirlos, pero ella supo desde el primer momento que eran completamente distintos y que ella, la bonita mariscadora, se convertiría en la dueña de los dos.

            Roberto se puso los pantalones y forzó las fallebas oxidadas para terminar de abrir las ventanas. Le golpearon el salitre, la histeria de las gaviotas y el sosiego de un puerto vacío en otoño. Las aguas estaban tranquilas, pero cualquier paisano le habría advertido sobre las ondas negras, mensajeras de la gran tempestad que estaba por venir. El escape de un ciclomotor reverberó hasta disolverse en las profundidades del oscuro pasillo.

―No te vayas ―le pidió ella.

―Algunos tenemos que trabajar.

―Claro, claro. Menos mal.

―¿Menos mal qué?

Carolina era tan pálida como el suelo que pisaba y únicamente el rojo de sus cabellos y de su sexo indicaba que había algo de calor en sus venas.

―No te enfades, tonto.

Pero él sí que se enfadaba. No por las burlas, ni por su irritante sonrisa, sino por su propia incapacidad para escapar de aquella entrepierna llameante. Ya lo intentó pidiendo un destino en el sur, lo más lejos posible de ese pueblo de piedra y agua, interponiendo entre él y ella mil kilómetros y un hijo, al que dejó allá cuando asumió que no podía estar un día más sin verla. Le enervaba verse otra vez atrapado por Carolina, que ahora vivía en la capital y sólo volvía al pueblo para ponerle los cuernos a su marido: Ángel. Lo hacía, además, con su propio hermano gemelo, en un morboso y especular juego de amor que sólo ella podría haber ideado. Y siempre en la mejor casa del muelle, la que Carolina miró tantas veces con envidia y rabia en aquellas amanecidas heladas en las que las manos se le arrugaban y se le iban impregnando de ese hedor a marisco y pobreza que nunca lograría quitarse del todo. Un palacio de tejas musgosas que ahora le pertenecía porque su marido había sacado más dinero del esperado con el último cargamento de cocaína.

Y es que Ángel siempre había sabido estar en el sitio justo. Cuando los bolivianos pidieron una nueva ruta y él les convenció de que la suya era la mejor; cuando los portugueses descuidaron su territorio; cuando Carolina se sentía tan sola y él la consoló con la boda más lujosa y hortera que nadie recordara, pues no se le ocurría mejor forma de vengarse de Roberto por no avisarle de que sus compañeros de la guardia civil iban a por él. Aún le culpaba de aquellos cinco años entre barrotes, gritos y olor a váteres sin desinfectar.

            La casa era la más grande, pero también la más hueca de ese pueblo vacío. Las palabras, las promesas, hasta los besos se desvanecían antes de salir de sus bocas, siempre amargas. Los amantes se miraron y Roberto supo que tendría que volver a desvestirse porque su cuerpo y su voluntad sólo obedecían a aquella sacerdotisa de piel transparente y venas de aguamarina. Ya se arrodillaba entre las lechosas piernas de Carolina cuando un ruido interrumpió su itinerario. Ambos se quedaron quietos, ni siquiera respiraban, sorprendidos de que algo o alguien hubiera interrumpido el silencio lúbrico que siempre rodeaba sus encuentros. El ruido sonó otra vez, y otra. Tres veces, tres giros, los que tenía la cerradura de la puerta de entrada.

            Se oían unos pasos subiendo la escalera y el tintineo de las llaves.

            Roberto miró a Carolina y saltó de la cama pero apenas tuvo tiempo de encaminarse hacia la puerta de la habitación cuando le vieron. Carolina creyó estar atrapada en una de esas salas de espejos que montaban los feriantes cuando venían al pueblo en verano. El cabello rubio de Ángel se reflejaba en el de Roberto, y sus ojos grises, y su nariz, grande y recta. Hasta la fina boca que cortaba su cara era idéntica. Pero había algo en la mirada que los hacía diferentes. Era ese matiz que ella había apreciado de inmediato cuando ambos se le presentaron galleando aquella mañana en la ría, veinte años atrás. Los ojos de Roberto eran grandes y francos, sólidos como la piedra pulida de un río. Los de Ángel no. Aunque también eran grandes y grises, a veces vibraban.  Como las peligrosas linfas de un lago oscuro bajo la tormenta.

            Y ahora vibraban, los amantes podían notarlo. Ángel se aproximó a la ventana con la lentitud de los derrotados. El olor del puerto era el mismo que el de las playas donde los tres se divirtieron y se amaron. Fueron aquellos días en que los dos hermanos, tan iguales y a la vez tan distintos, comprendieron que sus vidas comenzarían a divergir y que su único nexo iba a ser aquella muchacha de cabellos rojos y pecas en la nariz, la que siempre sonreía.

            Ángel se apoyó en el parteluz y su sombra, muy difuminada, cubrió a la pareja. La lluvia desdibujó aún más su silueta, grande y tensa. Hacía años que Roberto no escuchaba la voz de su hermano y tampoco lo estaba haciendo ahora. Sólo podía oír su respiración, profunda y rápida, y el sonido de sus manos nerviosas frotando una y otra vez los vaqueros de buena calidad. Podía intuir sus músculos rígidos, los nudillos blanquecinos y su mirada, sobre todo su mirada. Sabía que cuando sus pupilas temblaban nada ni nadie podía pararle y que sus ojos eran mucho más peligrosos que el revólver que solía llevar escondido bajo los faldones de la camisa.

            ―¿Tenía que ser aquí? ―preguntó el marido engañado, casi susurrando, como disculpándose por haber tenido que enterarse de su aventura por el chivatazo del estanquero.

            Nadie contestó. El silencio pareció espesarse cuando Ángel sacó el arma, pequeña y niquelada, y se rascó con ella la frente. Lo hacía compulsivamente y un escalofrío recorrió la espalda de su hermano porque se dio cuenta de que, por primera vez, Carolina no sonreía.

            ―Espera, Ángel, que…

            ―Eres una zorra, fui yo… ¡Yo! Yo me quedé aquí, tuve huevos y hasta me casé contigo, ¡joder! ¿Y no has podido aguantarte, eh? ¿No has podido…?

            ―Ángel…

            ―¡Que te calles, hostias!

            Roberto hizo un amago de levantarse para interponerse entre Ángel y Carolina pero el cañón del revólver, casi rozándole la frente, le hizo volver a apoyarse contra la pared.

            ―¿Y tú, hermanito? ¿Te gusta más tirártela aquí, a que sí?

            Cuántos años hacía que no le llamaba hermanito, sólo por fastidiarle haciéndose el hermano mayor delante de la cuadrilla.

            ―Tranquilo, ¿vale? ―intentó terciar Roberto, consciente de que Ángel era ahora mismo un felino dando vueltas dentro de una jaula sin barrotes.

            ―¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo os veis aquí? ―su voz apenas era un susurro, casi no se le entendía porque subía y bajaba la cabeza, iba y venía mientras se frotaba la nariz con el dorso de su mano izquierda.

            ―Ángel…― comenzó a decir Carolina, con esa voz algo masculina tan incongruente con su cuerpo y con la delicada lágrima que afloró en su mejilla y que luchaba por no caer, como la resina que se abraza al árbol.

            ―¡Tú cállate! ¡¡¡Cállate, que te…!!!

            El disparo resonó en toda la casa y amenazó con hundir los viejos tejados. El cuerpo de Carolina giró sobre sí mismo y golpeó con violencia el suelo al caer desde la cama. Los que lo vieron dijeron que su piel se habría confundido con las baldosas blancas de no haber sido por la sangre y por el pelo que, más rojo que nunca, le cubría los hombros y la cara destrozada. Roberto, ensordecido, miró a su hermano y, muy despacio, se arrodilló y sostuvo lo que quedaba de cabeza, sin atreverse a abrazarla. La ventana seguía abierta cuando sintió la presión del arma en la nuca y supo que ya nadie la cerraría.