En un artículo serio, escrito por una persona talentosa, que las hay, se describiría la actitud de estos vagos simbólicos como un simple propósito de abrazar el hedonismo. No obstante, nosotros trazaremos con sofocante torpeza unas líneas torcidas —movidos por el afán de puntualizar y de componer un relato más exacto— con las que expondremos, groseramente, este tan abrumador fenómeno de la población holgazana.

Con la más que dignísima salvedad de algunos individuos voluntariosos y emprendedores, que los hay, el grueso de esta aniñada sociedad está sembrado de flojedad crónica y de espeluznante y negra apatía. La ley del mínimo o inexistente esfuerzo, tan alegremente fomentada, tan encendidamente aplaudida, cada vez más, desde las instituciones académicas —desde esos lóbregos despachos oficiales donde se diseña el destino, es decir, el futuro ruinoso de un estado—, se ha convertido ya, esta ley del palo al agua, en sagrada referencia de una civilización vana que únicamente aspira, por utilizar una llana terminología, ‘a pasárselo bien’; se ha instaurado, esta ley del moco bajo la mesa, en lamentable brújula chamuscada de una juventud que está creciendo permanentemente sentada, ora en el sofá, ora en la silla gaming.

Cobrar el paro es la profesión de moda. No se experimenta bochorno alguno al bostezar pública y abiertamente como un hipopótamo. Muy al contrario, se escenifica habitualmente la molicie como algo natural, conveniente, en absoluto reprochable, perfectamente legítimo. No se siente el menor rubor al caminar arrastrando las chanclas por los pasillos de la oficina de empleo, tampoco al hurgarse tenazmente los orificios de la nariz. Algunos, colgando con visible pereza de la barra del bar, manifiestan con hastío y paradójico razonamiento los correctivos que aplicarían, precisamente, a otros insignes haraganes como ellos: “A ése lo pondría yo a varear olivos”. Se renuncia con impecable desdén a las ofertas de trabajo —bien porque requieran de un mínimo desplazamiento, bien por las tibias condiciones salariales— que no se corresponden con sus nobles expectativas: “Por esa miseria de sueldo, escúchame, va a mover el culo su padre”. Se solicitan bajas médicas solo un día después de ser contratados a causa de imaginarias y muy oportunas dolencias, y se adopta, especialmente en estos casos, una continua expresión de amargura para justificar su condición de personas maltratadas por el universo, y de este modo enmascarar su incurable fatiga y la gran repugnancia que les provoca el esfuerzo: “Ay, qué poquita suerte tengo en la vida”. Y se desarrolla, por último, un descomunal cinismo con el que se pasean, hipócritas, por encima de las más sensibles consideraciones: “Y que tenga yo desocupadas estas manos que me dio el Señor…”

En un artículo serio, escrito por una persona habilidosa, que las hay, por más que usted lo ponga en duda, no se habría referido ninguna de estas memeces. En su lugar, se habría subrayado el magnífico espíritu trabajador de nuestra laboriosa sociedad, que, enemiga de la zanganería perniciosa, se parte animadamente el espinazo de sol a sol. En efecto, nosotros también nos reímos.