Qué tendrá el ser humano en lo más hondo de su fuero interno, pues sonríe con la desgracia ajena y revienta de rabia con la fortuna de los demás. Qué tendrá, pues lo hiere penosamente la alegría de su prójimo, se desespera cuando es testigo de su prosperidad, y zozobra en la penumbra de un océano de lágrimas. Qué albergará en ese rincón secreto de sus entrañas, qué suerte de veneno hervirá en sus venas, pues codicia el sol que no lo calienta y la luna que no puede acariciar.

La envidia es una de las grandes maldiciones, uno de los peores estigmas que hombres y mujeres arrastran durante toda su vida, y de cuyo viscoso abrazo no logran zafarse jamás. La escuchamos corretear claramente por los tejados, al caer la noche, y nada podemos hacer por evitar su influjo. Muy al contrario, abrimos de par en par las ventanas, franqueándole el paso. Oímos sus pisadas nítidamente en el jardín, hollando la hierba, percibimos el suave cascabel de su risa siniestra, y nada podemos hacer por esquivar su autoridad. Muy al contrario, abrimos de par en par las ventanas de nuestro corazón, y le ofrecemos un asiento privilegiado junto a nuestra conciencia. El día bosteza y se desploma agotado en las faldas de la montaña, y aparece ella, envidia terrible, pálida y ojerosa, oportuna siempre, anticipándose al manto de estrellas, segura de su encanto prodigioso, y nos hechiza a todos con su melodía embaucadora. Irrumpe con la confusión dulzona del ocaso, en ese instante de ebriedad en que las personas deambulan con torpeza entre las tentaciones, y se afianza, y se abre paso, y nos seduce, y nos corrompe.

Dicen de ti, envidia, que eres milenaria, dicen de ti que eres más antigua que el mundo, dicen que eres vieja y que sientes un odio inmenso, que te enfureces por capricho, que tienes el alma podrida, que te diviertes provocando celos, que disfrutas con ello. Dicen que eres, de todas, la peor consejera. Dicen también de ti, envidia detestable, que te sientes muy sola, y que inoculas tu ponzoña buscando consuelo en la desdicha que provocas a hombres y mujeres. En su amargura hallas tu calma, tu alivio. Nos incitas, nos enfrentas, levantas muros de aversión entre nosotros, divides a las familias, alejas a los amigos, ahuyentas los momentos de feliz sosiego y contaminas los sueños. Arremetes contra el niño y contra el anciano, y destruyes la pacífica convivencia. Di, envidia, ¿te sientes muy sola?

Qué tendrá el ser humano en lo más recóndito de su fuero interno, pues se relame con la fatalidad ajena y revienta de agonía con el éxito de los demás. Qué ocultará en ese pliegue secreto de sus entrañas, qué clase de tósigo bullirá en el torrente de sus venas, pues codicia el mar que no baña sus pies y la brisa que no lo colma de caricias. Qué será, qué tendremos, pues envidiamos, en ocasiones, hasta el dolor que aflige a nuestros enemigos.