Mi destino duerme en lo más profundo de una caverna, arrullado por las crueles carcajadas que mis planes siempre le han inspirado al Altísimo. Yo, que ya me tenía por asesor áulico de Paulus, por factótum de ese visionario que nos iba a devolver a la senda de la justicia y el bienestar. Cómo imaginar que Marga, la Excelentísima Doña Margarita para todos los demás, se iba a cruzar en mi camino para desbaratar mis ilusionantes proyectos.
Pero no adelantemos acontecimientos, que la precipitación puede desorientar al leyente. Cuando  el autobús nos dejó en Madrid, en la Carrera de San Jerónimo, nos percatamos de que no sabíamos qué hacer. Paulus había confiado los pormenores logísticos de nuestro viaje al macrocéfalo compañero al que, por mor de la discreción, me referiré en adelante como Íñigus. Centrado como estaba en el creciente tamaño de su testículo lesionado, obvió cualquier control o tutela sobre la labor de su párvulo camarada, de suerte que nos vimos frente al Congreso de los Diputados sin saber dónde ir y, mucho menos, dónde alojarnos.
Sobrepasado por la magnitud del encargo, rendido a la presión, Íñigus comenzó a hacer tales aspavientos con la cabeza que temimos que se la abriera contra uno de esos altivos leones que guardan la Cámara Baja. Su crisis nerviosa contagió al resto de camaradas, que también empezaron a llorar y a patalear, y cuando ya parecía que el caos se iba a apoderar de la situación, Paulus, nuestro timonel, tomó una de esas trascendentales decisiones que han apuntalado su leyenda. “Al Museo del Jamón”, ordenó con arrojo, sabedor de que tripa vacía, corazón sin alegría. Y como con pan y cebolleta no es menester trompeta, salimos de allí sin pagar y con tan recuperado entusiasmo que no nos fue difícil entablar amistad con otro grupo de jóvenes activistas que había acampado en la celebérrima Puerta del Sol para protestar por la subida del bonobús. Deslumbrados por su arrojo, estimamos muy oportuno para nuestros fines integrarnos en su movimiento reivindicativo, de suerte que el grueso de la expedición recibió cobijo en sus coloridas tiendas de campaña a cambio de algunos de nuestros cigarros sin filtro y de los restos de un bizcocho con setas que alguien portaba en su mochila. Íñigus, aún avergonzado, quiso hacer un último intento redentor y nos pidió a Paulus y a mí que le acompañáramos a visitar a una pariente viuda que tenía una casa muy espaciosa y que, quizás, accedería a refugiarnos durante algunos días. Yo acepté su propuesta pero Paulus, en otra muestra de abnegación y sacrificio, excusó acompañarnos porque debía aislarse junto a la dama que había conocido en el autobús para escuchar sus interesantes ideas y reflexionar con tranquilidad sobre el apasionante proyecto que ya todos teníamos en lontananza.
El resultado de la expedición, empero, no tendría los resultados esperados. La pariente de Íñigus resultó ser la tía Marga, Excelentísima Doña Margarita para todos los demás. Vivía en un piso enorme, a escasas tres manzanas de la Puerta del Sol, en el que ya desde el portal se respiraba tradición y privilegio. Íñigus no paró de hablarme de lo bien que lo había pasado en aquella casa, de sus juegos con el primo Luisito, de las deliciosas meriendas a base de chocolate y rosquillas de Alcalá.  Pero cuando ésta nos vio ante su puerta, sucios y mal vestidos, empezó a gritarle al hijo de su hermana que cómo se atrevía a aparecer así por su casa, que qué vergüenza les había hecho pasar a todos, que quién se creía para hacer esto y lo otro, que… Desconozco los antecedentes familiares de Íñigus, pero intuyo que su tía podría haber seguido gritándole varias horas si no hubiera sufrido el ataque que casi le llevó a la tumba.
Efectivamente, los gritos de la Excelentísima cesaron de repente y fueron sustituidos por una serie de quejidos breves pero muy intensos. Su rostro, cárdeno en tanto abroncaba a su sobrino, se tornó cerúleo al tiempo que la imponente mujer se llevaba ambas manos al vientre. Huelga decir que el sensible Íñigus, temeroso de que sus actos pretéritos pudieren ser la causa de un infarto, empezó a llorar sin consuelo y tuve que invitarle a marcharse de allí porque lo que más necesitaba su tía en ese momento era algo de intimidad. Traté de que se fuera tranquilo y confiara en mi experiencia proctológica, que lo que a otros pudiera parecerle una afección cardíaca no era para mí más que un ataque de meteorismo provocado por la acumulación excesiva de gases en el tubo digestivo, afección tanto o más dolorosa que cualquier problema cardiovascular pero de mucho menor riesgo vital.
Doña Margarita, entonces me percaté, era una bella señora cuyo cuerpo aún se revelaba firme como los mejores tableros de contrachapado. Su piel apenas mostraba arrugas y el exagerado perímetro abdominal obedecía, sin duda, a la grave acumulación gaseosa que en aquellos momentos la atormentaba. La escena de dolor es indescriptible y, de no ser por la edad de la dama, fácilmente podrían haberse confundido sus gritos con los rebudios de una jabalina parturienta. Sudaba, sufría, retorcía sus manos con desesperación. Cuando se dobló sobre sí misma, en lo que parecía que iba a ser un último y mortal retortijón, decidí tomar cartas en el asunto y la obligué a disponerse horizontalmente sobre la espesa alfombra que protegía el suelo del recargado hall. Conseguí vencer su hercúlea resistencia, tumbarla bocabajo y sentarme a horcajadas sobre ella, maniobra ya descrita por Estraconio, Sátiro y Galeno como la más eficaz para liberar con prontitud el material gaseoso de la doliente. Cuando le presioné los aerostáticos flancos percibí tales borborigmos que llegaron a asustarme por su intensidad, vibraciones tan fuertes que sólo podían desembocar o en la muerte de la enferma o en una de las mayores ventosidades que se hubieren documentado en la ciudad de Madrid.
En aquel momento ya sólo cabía esperar a que todo fluyese, sin reparos ni vergüenza, porque es en esas situaciones cuando deben aflorar sin recato los instintos más básicos. Y aquella dama, sin duda refinada en los mejores centros educativos, eminente primera figura de la alta sociedad madrileña, no tuvo ningún inconveniente, cuando la naturaleza así lo dispuso, en expeler un peditum de tal dimensión que llegaron a vibrar las arañas de cristal que iluminaban la estancia. Como saben, mi experiencia es vasta, mas nunca me había enfrentado a un fenómeno de tal potencia y sonoridad. Y es que, al parecer, la señora intentó en un último arranque de dignidad que su fuchi fly pasase desapercibido apretando los glúteos, pero su poca destreza provocó el efecto contrario y su último tramo intestinal, trasmutado en eficaz caja de resonancia, emitió un estruendo mucho más notorio. Tanto que incluso temí por su vida, puesto que su vientre, que cuando yo vi por vez primera alcanzaba un perímetro de cinco cántaras, ahora no pasaba de dos, de suerte que la señora que yo aún tenía debajo ahora se me antojaba un pálido lenguado y no el colérico Michelín que no hacía tanto nos echaba de su morada con cajas destempladas.
El gas sulfhídrico, entre tanto, comenzó a hacerse notar en la estancia. Ya empezaba a ponerse de manifiesto una dieta rica en huevos y coliflor cuando un señor muy educado, que se presentó como coronel en la reserva y, a la sazón, vecino del cuarto, me preguntó por el estado de doña Margarita. Reparé entonces en que, por la urgencia del momento, la puerta principal se había quedado abierta y la ventosidad debió haberse oído en todo el edificio, multiplicados sus decibelios por la excelente acústica de la escalera. A punto estaba de darle cumplida respuesta a tan galante caballero cuando me formularon la misma pregunta dos gemelas muy maquilladas que miraban con curiosidad a la víctima mientras saboreaban un helado de tutti frutti. Doña Margarita empezaba a recuperar el color y con la mirada aún extraviada me rogaba que la sacara de allí. Me ayudó a levantarla un joven que, explicó, preparaba oposiciones a inspector de Hacienda y que, al confundir la cascabelada flatulencia con una exhibición de la patrulla aérea en honor a San Isidro Labrador, ya no pudo volver a concentrarse en su tarea y se interesó por nuestra situación.
Mas el intento fue inútil porque la dueña de la casa había perdido todas sus fuerzas en la acción de expeler, así que optamos por sentarla en un banco corrido que había junto a un busto de su difunto marido labrado en mármol. Alguien me prestó un delicado abanico de carey y cuando comenzaba a refrescarla hizo su entrada la tuna de Ciencias, que solía ensayar en la azotea. Qué colorido el de sus becas y cintas, qué dicha y algarabía cuando arrancaron a sus bandurrias los primeros acordes de “Pepita Creus” y el coronel y el opositor sacaron a bailar a las arreboladas gemelas.
Doña Margarita pareció recuperarse al son del popular pasodoble e imploró azorada que la retirara a sus aposentos. Pedí a la multitud que nos excusara y entramos en una habitación que había al final del larguísimo corredor. El dormitorio no desmerecía al resto de la casa y quedé impresionado por su tamaño y exquisita decoración. Mi anfitriona se sentó en una delicada descalzadora, forrada de terciopelo azul, y yo aproveché para anunciar mi marcha. Mas para entonces la bella viuda había vuelto a ser la Excelentísima doña Margarita, la enérgica y autoritaria vecina del primero, y, apuntando al mullido lecho con dosel, pronunciaría aquellas palabras que iban a provocar todo lo que estaba por venir: “Tú te quedas aquí y me llamas Marga”.

Este texto es continuación del relato “Mágnum testículum”