Las campanas tocaban a vuelo cuando padre se encaminó hacia el alto de los pinos, pero nosotros no teníamos nada que celebrar. Olía a tomillo pisado y polvo y los rastrojos crujían bajo sus pies. Nadie se acordaba ya de la última lluvia y los ribazos secos parecían boquear a través de sus branquias de tierra. Yo seguía a duras penas su paso preciso y seguro, el de la gente de aquí, las huellas de unas botas casi tan duras como sus antebrazos. A madre apenas la vi por la mañana, salía a echarle a las gallinas después de dejarme un cuenco con algo de leche y pan duro. El pequeño trozo de queso era para padre, que apenas lo mordisqueó antes de meterlo en el morral.
―Vamos ―me ordenó cuando me terminé las sopas.
Bajamos por el lado de la peña, que era más corto. Las nubes, muy altas y ligeras como gasas rojas, anunciaban su marcha hacia lugares con más vida. Las miré, deseando que sus formas, que por alguna razón me recordaron a una trompeta, fueran un buen presagio. Lo íbamos a necesitar porque salíamos otra vez a por liebres y el día anterior nos habíamos vuelto de vacío. Respiré hondo y me llené de amanecer, hierbas agostadas y piedras blancas. Pero no de pólvora.
Ojalá oliera a pólvora.
―Aquí, conmigo ―susurró padre a Tauro, el galgo zaíno que le regaló el cartero seis o siete años atrás. Le obedeció de inmediato, por la cuenta que le traía. A la liebre nunca salíamos con escopeta, sólo perro, que no era cosa de gastarse lo poco que había en cartuchos.
Sí, ojalá hubiese olido a pólvora, ojalá me hubiera picado la nariz con la acidez química y negra del arma recién disparada. Aún pesaba mucho para mí, pero me encantaba el poder de esa maravilla inglesa, tan bien labrada, que mi abuelo había podido comprar en uno de sus viajes.
Se adelantaron, en perfecta sincronía, padre agachado. Estábamos en los lindes de lo de Esteban, ya cerca del pueblo, con las espigas tan vacías como las nuestras. Eran bancales largos y abombados y al final podía verse el campanario oscuro, que parecía elevado sobre el pueblo por el aire tembloroso que achicharraba los campos. Me avergonzaba de tener celos de ese lebrel con el lomo como la horquilla del pajar y la mirada estúpida, que sólo se movía cuando él se lo ordenaba. “Está hecho para correr”, decían todos al verlo, pero yo creo que en realidad no le gustaba, al menos no tanto como dejarse rodear por las gallinas y dormir entre sus excrementos la mayor parte del día. El corral era grande y apestoso, y yo le miraba de lejos, siempre atado a un poste con una cadena de hierro, enroscadas sus patas largas y sucias en torno a la cabeza.
Ellos habían visto algo que a mí se me ocultaba y me sentía fuera de su equipo, otra carga más para mi padre. Como la sequía, como las letras del banco, como las facturas de la simiente. Quería hacer algo útil, así que me agaché como ellos, olfateé el aire como ellos, pero lo único que conseguí fue arrodillarme sobre un cardo seco. Me distraje un momento quitándome los abrojos de los pantalones y ese instante bastó para que salieran corriendo y no pudiera alcanzarles, mi padre gritando para sacar a la rabona de su encame, Tauro enfilado como una bala de pellejos hacia el hondo del barranco. Fue un momento de ruido, el único de todo el día, allí donde sólo sobraba silencio. Ni el aire silbaba, únicamente el arrullo de una torcaz se atrevía, a veces, a rasgar esa quietud que todo lo aplastaba.
Los perdí de vista, sintiéndome aún más inútil. Avancé por el bancal, crujían los caballones acartonados, con el pararrayos de la iglesia como única guía. No temía perderme porque conocía aquello desde bien pequeño pero sería humillante que padre me dejara allí, algo que nunca haría con Tauro. Pero, espera. Ahora parece que lo veo, sale de un cornijal. Sí, es él, pero no veo a su presa, no… Sí, allí está, mírala, saltando, quebrando, corriendo, camuflada por su color pardo, dibujando eses para engañar al galgo. Mi corazón late fuerte, creo que no respiro viendo a los dos animales corriendo sin resuello. Pero, ¡quieto!, algo pasa, porque cuando parece que la liebre va a ser alcanzada consigue despistar al perro, que no atiende al último quiebro y sigue corriendo, otra vez, hacia el hondo.
Y puedo jurar que no han pasado ni diez segundos cuando oigo gritar a mi padre una queja, o una maldición, o quizá una orden para que todo el universo guarde otra vez su mortal silencio. Pero hoy nada le sale bien, nadie hace caso a lo que dice, y el horizonte se rompe con el tronar de las campanas.
Tocan a vuelo cuando mi padre se encamina hacia el alto de los pinos. Apenas puedo seguirle. “Recto”, masculla él, de vez en cuando. “Otra vez ha seguido recto”. Y yo no puedo hacer otra cosa que escuchar sus pisadas, el crujido de la tierra, y mirar sus manos velludas cuando abren el morral y sacan, en vez de un pequeño pedazo de queso, dos metros de cuerda cuidadosamente enrollada que colgará con habilidad de uno de los tres pinos del alto mientras me dice que en nuestra casa se comen sopas de pan, no sopas bobas, y que ese perro con ojos de peltre ya no vale para nada.
Un tirón, seco. Las fibras de esparto se hundieron en el cuello áspero de Tauro. Su cuerpo, más largo y flaco que nunca, danzó patéticamente hasta que el zurrido último escapó de su garganta herida. Y otra vez el silencio, cortina transparente y vieja, y un péndulo de huesos negros invitando a los buitres.
Ojalá oliera a pólvora, pensé, ojalá este perro estúpido se hubiera llevado un tiro en la cabeza. Pero no valía ni el precio de un cartucho.
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