Había llovido toda la noche y el suelo de la aldea estaba embarrado y lleno de charcos. A la mañana, el Conde y sus soldados bajaron del castillo y se dirigieron al conjunto de chozas miserables habitadas por los siervos. Al llegar, los caballeros rodearon el poblado con el fin de alancear a todo el que intentase huir, mientras que la compañía de peones, con el Conde al frente, se dispuso a ocupar la plaza. El Conde, sobre su caballo negro cubierto de hierro, lucía una armadura bruñida, con relieves dorados, a juego con su empenachado casco. En su diestra brillaba una enorme y legendaria espada.

-¡Palurdos! – gritó con desprecio a los labriegos que asomaban por el dintel de sus chozas, algunos armados con piedras y palos – ¡He venido a cobraros el impuesto que me debéis; y si no me pagáis ahora mismo, hasta la última onza, os pasaré a cuchillo a todos, hombres, mujeres y niños, y arrasaré la aldea para que no quede memoria de ella!

-Señor – le replicó un anciano que hablaba en nombre de todos -. La cosecha se ha perdido por culpa del pedrisco y apenas nos queda dinero suficiente para subsistir. Si no nos perdonáis al menos una parte de la deuda, moriremos de hambre. Y no es justo que aquellos que damos el pan al mundo nos muramos por falta de pan…

Los labriegos ni siquiera tenían hoces, guadañas y picos para defenderse, pues las herramientas eran propiedad del Conde y éste las guardaba en su castillo cuando no era tiempo de labor. También era el dueño del molino y de los silos del trigo y la harina.

-¡Yo soy vuestro amo por la gracia de Dios y solo Él puede negar mis derechos! – gritó el Conde enfurecido, mientras se volvía hacia sus hombres.

-¡Desenvainad las espadas y alzad las lanzas, para que estos asnos sepan lo que les espera si no cumplen con sus obligaciones!

El cielo se había oscurecido de nuevo y unos negros nubarrones se retorcían en lo alto, amenazando con una inminente tormenta o, al menos, con el desenlace de una tragedia.

Los soldados alzaron sus espadas, siguiendo el ejemplo del Conde. Sus armaduras brillaban contra el cielo gris, cubiertas por delgados hilillos de agua, y un peculiar olor metálico, áspero y dulzón, se enseñoreó del aire. En lo alto de algunas espadas y lanzas se insinuaban inciertos resplandores de tonos verdosos…

Y entonces cayó un rayo tremendo y cegador, acompañado de su trueno. Fue un extraño meteoro múltiple, como un enorme y selectivo látigo de mil colas, que se posaban en las puntas de las espadas y las lanzas, aniquilando de un golpe a todo el ejército condal. Hombres y caballos cayeron fulminados, cocidos dentro de sus armaduras, mientras un desagradable tufo a carne y vísceras carbonizadas se extendía por el entorno.

Los campesinos se tentaban el cuerpo y se miraban unos a otros, incrédulos y maravillados. Ni uno solo de ellos había sido siquiera rozado por las centellas.

La renegrida calavera del Conde, con sus mandíbulas desencajadas, se podía ver a través del hueco de la visera de su casco, parcialmente fundido y deformado.

-¡Ha sido el dedo de Dios! –gritaba entusiasmado el nieto del viejo, que iba para fraile – Pues solo Él puede haber ordenado al rayo que mate a unos y respete a otros.

El viejo sonrió al muchacho, con mirada socarrona.

-A mi abuelo lo mató un rayo que le entró por un pico que llevaba al hombro. Has de saber, querido nieto, que los rayos suelen ser atraídos por los objetos metálicos de forma puntiaguda… Pero dejemos que todos crean que ha sido obra de Dios. Así el Rey pensará que ha recibido una advertencia divina para que los nobles de su reino sean más considerados con los siervos.

Y el chico bajó la cabeza y pensó que, de todos modos, algo habría tenido que ver Dios en todo aquello.

Sobre el peto chamuscado del Conde, un crucifijo de oro se había fundido y convertido en hilillos brillantes que se confundían con la lluvia.