Desde la ventana ojival más alta de su torre, el barón Roderico contemplaba sus tierras y esperaba, como todos los vecinos de Allendelmuro, la señal del comienzo de la jornada. Estaba amaneciendo y el sol apuntaba sus fulgores por entre las dos peñas negras que obstruían la salida natural del valle y lo convertían en un mundo aislado. El único nexo de su feudo con el exterior era la tenebrosa y angosta Garganta del Grito, impracticable en los inviernos nevados y cerrada en todo tiempo por una muralla de cuyo portón solo él tenía las llaves. Allá abajo, los labradores también aguardaban, con los arados dispuestos; y el herrero, en su fragua, con un enorme martillo en la mano. Incluso el fraile de la ermita de San Gualterio no empezaría a tañer su campana hasta oír la primera nota del gaitero. Todo el valle, como en cada amanecer, permanecía en suspenso…
En eso, desde lo alto de una roca próxima a los neveros, el liberador sonido de una lejana gaita comenzó a penetrar en todos los ámbitos. Sus notas inefables se extendieron por bosques, prados, bancales y cercados, resbalaron sobre las tersas aguas del lago y se fueron por los aires hasta rebotar en las altas paredes montañosas, despertando ecos que hacían de contrapunto y respuesta a la melodía primera. Diríase que el verde de los abetos era más verde y el azul del lago más azul, que los pulmones de los lugareños respiraban un aire más puro, libre ya de las miasmas nocturnas, y que los animales del bosque habían aparecido de súbito. El fraile tañó su campana y el herrero comenzó a golpear una pieza de metal incandescente; y entre ambos daban ritmo a las cadencias de las alturas. Los campesinos cantaban viejas melopeas mientras sus yuntas tiraban de los arados y abrían surcos al unísono. Las mozas corrían de un lado a otro, preparando sus labores con las mejillas encendidas. Y hasta los viejos y las viejas mostraban sus sonrisas desdentadas, agradeciendo el día más de vida que les anunciaba la gaita del cabrero Rufo desde su altísima peña.
-Qué hermoso despertar – susurró la joven esposa del barón, mientras salía de su aposento desperezándose con voluptuosidad -. Esa música que baja de las montañas me llena de paz.
Y el barón Roderico sonrió para sí. Había llegado la hora de sorprenderla con un obsequio inesperado. La reciente boda, pactada entre sus dos nobles familias, necesitaba la sanción de un cariño que aún no había cristalizado en el pecho de aquella dama maravillosa.
-Todo cuanto desees de este valle es tuyo, querida mía – le dijo en tono solemne -.Y si lo que te complace es esa música, te la regalo. Ahora mismo ordenaré a mis guardias que nos traigan al cabrero Rufo, para que viva aquí y nos acompañe con su gaita en las horas de asueto.
A partir de ese día el valle permaneció en silencio. Solo en los salones del castillo unos pocos privilegiados podían escuchar los sones de la gaita, que repetía sus melodías en un tono cada vez más melancólico. Y llegó un invierno muy duro. El lobo diezmó a las indefensas cabras de los prados altos. Los labradores habían trabajado sin ganas, odiando al amo que les robó la música, y la cosecha fue mala. Varios abortos y muertes infantiles anonadaron a las familias. Las mozas languidecían con las mejillas pálidas. El fraile no tenía ánimos para tañer su campana. El herrero olvidó su martillo en la fragua. Y todos los vecinos de Allendelmuro se sumieron en la desolación.
-Mi señor – dijo un día la joven baronesa -, desde que la música no los despierta por las mañanas, los hombres y mujeres de este valle se mueren de pena. Creo que Dios nos va a castigar por nuestro egoísmo. Rufo suspira junto a su gaita y, cuando la toca, su música me parece la más triste del mundo. ¿Por qué no lo dejas volver a su morada, para que puedan escucharle todos?
Poco después el cabrero se alejaba del castillo, camino de su cabaña y su aprisco. Y al amanecer siguiente, la noticia del regreso de Rufo a las prados altos se había extendido por todo el valle. Los campesinos aguardaban expectantes junto a sus aperos, las mozas asomaban por las ventanas sus mejillas coloradas, el fraile esperaba bajo su campana y el herrero, frente al yunque…
Y de las alturas, como si viniese del mundo exterior, llegó la añorada música que daba vida a los labradores y sus compañeras, a las mozas, a los niños y a los viejos; incluso a los bosques y a las aguas del lago, en armonía con los ecos que, desde los precipicios, se esparcían por la comarca. Ese año habría una buena cosecha en Allendelmuro y los recién nacidos alegrarían a las familias.
El barón Roderico aprendió entonces que hay bienes que se disfrutan más si se comparten con los otros. Y en premio a su generosidad recibió al fin el amor de su bella esposa.
Desde aquel día está abierto el portón que cerraba el valle.
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