El filósofo permanece en su cama, con los ojos abiertos. No puede dormir, ni sabe si podrá dormir alguna vez, después de la revelación que ha tenido esta noche.

         -Todo el Universo es una inmensa mentira – piensa -. Todo él es tan solo apariencia, sombras en el fondo de una cueva platónica, dentro de un cráneo, rumores malinterpretados por marionetas sin alma. Porque la Ciencia es clara, contundente, y no deja lugar a la esperanza. Es el instinto quien nos mueve y nos conduce por sus exigencias ancestrales, y nosotros, necesitados de justificaciones que nos dignifiquen, lo hemos sublimado y nos hemos inventado el amor, la bondad, la belleza y todas esas mentiras que nos ocultan las verdaderas razones de nuestra conducta. No hay más que instintos básicos: hambre, sed, sueño, sexo, necesidad de supervivencia del individuo y solidaridad natural de grupo… El amor, lo que llamamos amor, no tiene en el fondo más rango que el hambre, la sed o las urgencias del vientre. En realidad, es solo un eufemismo que encubre la necesidad de copular. ¿Y qué decir del Arte y la belleza? Reconozcámoslo: nuestra búsqueda de lo bello no nos conduce más que a orgasmos simbólicos e imágenes armónicas, destinadas a hacernos sentir más seguros…

         En eso, un ruido extraño, que antes lo había despertado, vuelve a alarmarlo. Parece un aleteo o el corretear de un pequeño animal en la terraza encristalada.

         -Ya está ahí otra vez ese maldito ruido. ¿Habrá ratas en la casa? Si ese bicho no me hubiera despertado con sus golpes, no me habría puesto a pensar, y ahora dormiría feliz, creyendo que mis sueños son reales… pero no lo son, ni los sueños ni la vigilia. Todo es una fantasmagoría. En realidad, como dijo Bertrand Russell, no tenemos ninguna razón para suponer que seamos algo más que un montón inmenso de átomos inconscientes, regidos por las inexorables leyes de la Física. Somos robots fisiológicos. Ni siquiera podemos aspirar a tener buena suerte, porque todo está ya predeterminado en un mecanismo universal y exacto que produce la única realidad posible desde el maldito Big Bang. Creo que soy real, pero es mentira. No lo soy en absoluto. Dios, si existe, sería alguien que está jugando con nuestros seres virtuales en su consola universal. Y nosotros, pobres ilusos, confiamos en que se apiade de nuestras personitas y fabrique un cielo donde cobijarnos tras la muerte. Pero eso también sería inútil, porque nacemos y morimos a cada segundo y nos engañamos con la falsa perspectiva de la memoria. Dentro de un momento, habré muerto por enésima vez; pero mis yos del futuro recordarán este instante como propio. Ni siquiera nos queda el consuelo de maldecir al Autor de esta Mentira Universal que no ha creado Nadie…

         De nuevo el molesto ruido ha interrumpido los pensamientos del filósofo.

         -Otra vez ese maldito bicho, que no me deja conciliar el sueño. Voy a salir fuera y lo aplastaré de un pisotón – se dice airado y sale de la cama para abrir la puerta de la terraza, dispuesto a desahogar su nausea metafísica descargando su pie contra el invasor, quizá un ratoncito, un pequeño murciélago o un insecto impertinente, pero…

         En el suelo de la terraza hay un vencejo negro que aletea angustiado. Se ha colado en la casa por una mampara abierta y no encuentra la salida. Mira al humano gigantesco con ojos líquidos, llenos de miedo. Quisiera escapar más allá de los cristales, donde una Luna enorme se rodea de estrellas, cómplices de su secreta belleza, pero no puede, no sabe. Y el  áspero pensador sufre una conmoción. Sus manos temblorosas recogen al pájaro, que transmite espasmos de terror y un calor encendido a sus fríos dedos. Lejos de aplastar al pequeño intruso, el filósofo ha claudicado a la ternura. Abre la ventana y deja que el ave salga volando con aleteos inciertos, vacilantes, quizá agradecidos, y se aleje bañada en los rayos argentinos de la Luna, mientras unas lágrimas involuntarias humedecen los ojos del hombre y resbalan por sus mejillas.