Pepito amaba el mar. Había nacido a orillas del Mediterráneo, en el Arrabal Roig de Alicante, barrio marinero y pescador sobre un acantilado fortificado que se yergue entre el antiguo espolón del Portal Nou y la Ermita de la Virgen del “Socós”. Le fascinaban las historias de piratas que le contaba su abuelo; no de piratas del Caribe, como los de las películas americanas, sino de piratas berberiscos y de un pueblo industrioso y valiente que se defendía de sus ataques en las viejas torres de la huerta. El Mediterráneo es un mar habitualmente sereno y transparente cuyas ondas suelen morir con languidez en las orillas arenosas de la Playa del Postiguet; aunque a veces se enfadaba y golpeaba con furia los contrafuertes del vecino puerto, y sus olas, crecidas y salvajes, saltaban por encima de los muros, encogiendo el ánimo. Desde la casa de su abuelo, junto a la vieja ermita templaria, Pepito había podido sobrecogerse contemplando espantosas tormentas de rayos y truenos que flagelaban al mar embravecido; y hasta una vez observó, paralizado, cómo una gigantesca trompa gris, que sorbía el agua espumosa, perseguía a un pobre balandro que, con las velas desgarradas, trataba de ponerse a buen recaudo más acá de la bocana. Afortunadamente, las más de las veces, el mar se mostraba tranquilo y hasta sumiso, y entonces Pepito bajaba a la playa y se entretenía recogiendo conchas y pequeños cangrejos, o mirando a las viejas de luto, viudas de pescadores, que reparaban las redes y cotilleaban en valenciano.

Pero la guerra lo cambió todo, y Alicante, pese a estar en la retaguardia, fue castigada por las bombas de los aviones fascistas. Pepito no entendía bien por qué pasaban esas cosas, y se figuraba que en los corazones de los hombres adultos también estallan tormentas, como las que azotan las costas cuando el mar se enfada.

Aquella noche, padre entró demudado en su cuarto.

-Pepito, vístete deprisa que te vienes de viaje con madre y conmigo.

-¿Vamos a ir por el mar? – preguntó el niño, ilusionado, mientras el padre suspiraba y, después, apremiaba a la madre para que terminara de preparar un sucinto equipaje. El abuelo rumiaba maldiciones en un rincón, decidido a quedarse y salvar la pobre hacienda familiar de la rapiña de los moros franquistas, los nuevos piratas berberiscos.

Poco después, todavía de noche cerrada, la corta familia cruzaba el Paseo de Gómiz, camino del puerto. Otros grupos de gente aterrada también se afanaban en su huída.

En el muelle, un viejo y solitario barco británico, de nombre Stanbrook, había tendido la pasarela. Subieron a bordo, y Pepito nunca se olvidaría de aquel capitán de ojos claros que estrechaba la mano a todos sus asustados pasajeros, y que le acarició el pelo revuelto que ocultaba su frente. Los marinos le llamaban con respeto “Master Dickson”. Al poco tiempo, cubierta y bodegas estaban llenas de gente que gemía y murmuraba, mientras otros muchos se habían quedado en tierra, sin conseguir plaza en un barco que ya iba atestado e incluso escoraba peligrosamente por exceso de carga.

Los tripulantes soltaron amarras y el buque se fue alejando del muelle con las luces apagadas. Cuando ya salían por la bocana, un estremecimiento general agitó a la multitud. “Aviones, aviones”, susurraban todos sin atreverse a alzar la voz. Y de pronto, justo a popa, estallaron varias bombas que no los alcanzaron de milagro. Ni siquiera ante tal estruendo se atrevió nadie a gritar. Parecía que todos temieran llamar la atención de los pilotos asesinos. Pepito lloraba en silencio, muy asustado; aunque después, el rítmico sonido de las máquinas y el olor a mar calmarían su ánimo.

Y tras un tiempo de incertidumbre y tensa esperanza, empezó a salir el sol.

-¿A dónde vamos, madre? – preguntó, ya tranquilizado y hasta contento de viajar por primera vez en un barco, como había soñado tantas veces.

-Vamos a la libertad – contestó la mujer, mientras una lágrima bajaba por su mejilla. Y el Stanbrook, ya lejos de la guerra, se adentró en el Mediterráneo.