– No olvides de poner el dinero en el sobre.
– Lo hice anoche, no te preocupes.
Los Mínguez iban de camino a la iglesia y como ya era su costumbre, iban con retrasos. Se levantaban con suficiente anticipación, preparaban el desayuno, recogían un poco, y se arreglaban, pero de alguna manera el tiempo no ajustaba y salían con prisas. Era un recorrido bastante largo, alrededor de los 40 minutos contando con el poco tráfico del día que hacían con la mayor devoción posible. Muy pocas cosas podían privar a los Mínguez de atender al culto dominical.
– ¿Al regreso pasamos comprando algo de sopa? – preguntó Doña Mínguez
– Te he dicho que sí, – respondió su esposo con sequedad.
Todos los domingos eran iguales: el mismo paseo, la misma comida y las mismas peleas. En la iglesia era igual: los mismos cánticos, los mismos aleluyas, las oraciones y ruegos; hasta las prédicas martillaban el mismo mensaje. Al llegar, la rutina tampoco variaba y la familia Mínguez se sentaba en la fila 4, en las tres sillas más próximas al pasillo derecho.
– Porque el evangelio nos llama a ser prósperos, – predicó el pastor y su público clamó en unísono el respectivo amen.
– De lo contrario, hermanos, ¿cómo podríamos gozar de este hermoso templo de adoración? – continuó.
Y hermoso era. La superficie total del espacio era de 1200 metros cuadrados con una elevación de 30 metros de altura en el punto central desde donde se erigía un domo de cristal teñido. A su alrededor había 12 pilares, cada uno, según el pastor, en representación de las 12 tribus de Israel. Estos se agrupaban en 2 pilares por cada punta de lo que desde arriba representa una estrella de David. Sobre cada pilar había un adorno de ángeles de bronce de donde emanaban de las letras hebreas que fueron inscritas desde sus pies hasta el suelo del templo. Al interior, el público se dividía en seis secciones, que se concentraban alrededor del escenario dónde cantaba un coro de 30 personas, una banda de música y un podio.
– Hemos sido prosperados, hermanos y hermanas y que nadie diga lo contrario, – repetía el pastor, – pero la lucha contra el enemigo es constante; el enemigo es constante y nosotros debemos de perseverar aun más.  
Luego remató su mensaje con la colilla de siempre.
– Hermanos, hay que ser un dador alegre porque a los cielos les agrada el dador alegre.
Sus feligreses poco titubeaban y donaban lo que habían acordado. Algunos de ellos, instruidos en otras iglesias, ponían el dinero en un sobre, como los Mínguez, para poder escribir sobre ellos sus peticiones. Muchos lo hacían de buena fe. Sabían muy bien lo que se predicaba en la Biblia, lo habían leído y lo habían estudiado; la doctrina del diezmo y la ofrenda no les era ajena y tenían fe de que sus oraciones serían escuchadas y si no, era porque debían de perseverar más en sus ruegos.
Otros, sin embargo, lo hacían por apariencias y por favores. Era necesario obtener el favor de la dirigencia religiosa. Estos eran los más vociferos con los aleluyas y los amen.
– ¡Amén! – gritaban unos
– ¡Aleluya! – exclamaban otros.
– Benditas sean estas ofrendas, hermanos, porque hay grandes promesas para el dador alegre, – repetía el predicador.
De manera automática, el coro comenzó a acompañar cada llamado con un zumbido angelical que endulzaba a la congregación mientras que los músicos ensalzaban la prédica y las peticiones con tiernas notas musicales. Al cabo de una hora, y en medio de la efusividad dominical, el predicador en turno cerró al culto con una nueva oración de gracias.
Nuevamente, los Mínguez salieron contentos del servicio. Habían ahorrado para hacer su ofrenda desde ya meses. Por supuesto, tenían muchas necesidades. Era una pareja joven, con una pequeña niña de 2 años. Vivían en una casa que alquilaban a un precio más caro de lo debido, ubicada en las periferias de la ciudad, en un barrio accesible solamente por automóvil y a través de la autovía radial. Estaba alejado y era todo lo que podían pagar. Como muchos trabajadores de su edad, tenían deudas y problemas por atender, pero no fallaban con sus compromisos profesos.
– Bueno, pues compramos la comida, vamos a la casa de tu mamá y hablas con ella, ¿no? – preguntó Don Mínguez.
– Sí, yo hablo con ella para que nos eche una mano, estoy segura que no se opondrá, – respondió su mujer.  – Ay amor, ¿tienes los sobres nuevos?
– Aquí los tengo y mira, llevan impresos las imágenes de la nueva fuente bautismal.
– Que bendición ver como nuestras ofrendas prosperan.
Su esposo solo sonrió, indeciso de la genuinidad de su reacción.
Era así todos los domingos: los mismos lamentos, las mismas penas, las mismas oraciones, la misma fe, la misma comida, las mismas caras y los mismos problemas.
– Hasta el siguiente domingo, hermanos. 
Era el pastor que les saludaba.
– Amén, pastor, bendiciones.
El siguiente domingo, fue igual.