Nunca habría adivinado, ni aun aplicándome a mí mismo las más avanzadas técnicas rumpológicas[1], que yo iba a formar parte de la génesis del Movimiento 15-M, aquel que, para el que no lo recuerde, iba a sacudir la política española y traer la esperanza a una ciudadanía harta de la corrupción, la podredumbre y la inutilidad de sus representantes públicos.
Todo sucedió la noche siguiente a mi precipitada huida del Rancho Padrone, donde el Charly y los Chabolos me habían localizado. Después de cruzar el desierto almeriense con las estrellas como única guía, un camión de gran tonelaje me llevó hasta la populosa Benidorm, localidad en la que confiaba ocultarme hasta encontrar algún destino más alejado de los dominios de mis perseguidores.
Caminaba yo por una calle aledaña la playa de Poniente, comentando con la triste luna mis desgracias, cuando un grito sobrehumano me hizo sacar las manos del poncho y correr en busca de quien angustiosamente pedía auxilio. Apenas se veía, así que tardé varios minutos en encontrar a la víctima, un muchacho que se retorcía de dolor entre un automóvil y una coqueta scooter de origen italiano. Aún se me eriza la piel cuando visualizo la expresión de dolor que deformaba su joven rostro, cubierto por una barba escasa y envuelto en cabellos de suave color castaño que, en otras circunstancias, bien me habrían podido parecer los de una dulce damisela, recogidos como estaban en equina y graciosísima coleta.
No me extenderé en barrocos detalles, que la austeridad es una de mis virtudes como literato. Cuando aquel muchacho recuperó la verticalidad me explicó que su infrahumano alarido no se debió a las malas artes de un asaltante, como yo temía, sino al aplastamiento testicular que él mismo se produjo al intentar subir a la carrera en su vehículo, que resultó ser la delicada Lambretta allí aparcada. Interrogado sobre qué le había empujado a realizar tan arriesgada maniobra, me explicó que estaba tratando de escapar de los irascibles dueños de “La Casta”, reconocido centro gastronómico del que se había marchado sin pagar después de haber dado cuenta de algunas de sus suculentas especialidades. Orgulloso, me confesó que no era la primera vez que lo hacía porque aborrecía a los de La Casta y me pidió que le acompañara hasta su morada, pues no confiaba en alcanzarla por sí mismo dado el agudo dolor que experimentaba en su gónada izquierda.
Tardamos casi dos horas en cubrir las tres manzanas que nos separaban de la vivienda, tiempo que ocupamos contándonos nuestras vidas con la confianza que sólo puede surgir entre dos hombres que se han conocido en trance mortal. Me confesó que se llamaba Marcos y que, cerca ya de la treintena, aún no sabía qué hacer con su vida. Muchos habían sido sus sueños y proyectos, pero ninguno parecía concretarse, lo que le sumía en una angustia vital de la que no creía poder escapar. Le hice ver que no estaba solo en sus cuitas porque a mí la suerte siempre me había sido esquiva y ni mis habilidades rumpológicas me habían ayudado a evitar esa ansiedad que hacía ya demasiado tiempo se tornó resignación.
Su casa resultó ser un suntuoso apartamento en primera línea de playa que había heredado de su abuela, marquesa alicantina de abolengo mucho más que rancio. Una atractiva mucama de origen asiático nos abrió la puerta y de inmediato atendió a su jefe, quien le ordenó unas friegas con alcohol de romero sin mediar saludo previo a su patrocinada.
A juzgar por los gritos que me llegaban desde el fondo del apartamento la cura se iba a prolongar hasta altas horas de la madrugada. Decidí marcharme à la français pero con el firme propósito de volver para interesarme por su estado, lo que hice mediada la tarde del día siguiente. La asistenta me hizo pasar a un gran salón, donde mi nuevo amigo leía una biografía de Mao acuclillado sobre una palangana cerámica. No era agradable verle así, pero fue mucho peor cuando se dio la vuelta para hacerme partícipe de un hecho realmente asombroso: el hemisferio izquierdo de su escroto se había inflamado hasta alcanzar el tamaño de un melocotón de Calanda.
—Bienvenido, amigo mío, y no se preocupe por su aspecto, que no me duele en absoluto.
Yo intentaba no fijar la mirada en tan impresionante punto de fuga, pero mis ojos no me obedecían y allí que se iban, convertidos en meros satélites de aquel testículo planetario. Sentí una energía extraña, como si estuviera delante de una persona distinta a la que había conocido apenas unas horas antes. Y así me lo confirmó el propio Marcos cuando me comunicó que debía llamarle Paulus, porque, como aquel de Tarso que cayó del caballo, él había tenido una gran revelación al pellizcarse la criadilla y aquello era asunto tan importante que todo el mundo debía conocerlo. Pletórico, feliz como sólo puede estarlo quien se ha encontrado a sí mismo, me propuso salir a dar una vuelta y presentarme a sus amigos, gentes de bien que merecían ser los primeros en conocer su buena nueva.
Ataviado con una túnica blanca, puesto que le resultó imposible abrocharse unos pantalones, y con andar encorvado por el sobrevenido peso de la entrepierna, me guio por las empinadas calles benidormíes hasta “La Facultad”, la tetería donde solía reunirse con sus amigos. Era un local estrecho, carente de ventanas y pobremente iluminado por una solitaria bombilla que se situaba sobre un tresillo viejo y desvencijado. El espeso humo apenas me permitió distinguir las caras de algunos jovenzuelos y de sus correspondientes galgos. Ninguno hizo amago de levantarse cuando entramos, pero desde el cavernario fondo del local apareció un muchacho que saludó a Marcos con más sumisión que efusividad. Era un ser extraño: alto, de movimientos arácnidos, tan delgado y cabezón que parecía desequilibrarse a cada paso. Pero lo más desconcertante no era el desproporcionado tamaño de su cráneo, sino el hecho de que, pudiendo ser el de un gigante, alojara un rostro apenas púber, más de niño que de hombre. Usaba gafas sin montura y en su faz siempre había una expresión bobalicona porque nunca cerraba la boca. Era evidente que haría todo lo que le pidiera Marcos y en su cara infantil se dibujó una mueca de orgullo cuando le ordenó que comunicara a todos sus camaradas que debían guardar silencio porque tenía algo muy importante que anunciar. Ninguno obedeció y todos siguieron hablando, tocando la flauta o liando sus aromáticos cigarrillos. Y entonces Él, dando muestra primera de su genio infinito, hizo una de esas cosas que cambian el destino de las masas: se levantó la túnica y el único haz de luz que atravesaba la triste tetería incidió oblicuamente sobre su huevo inflamado. Todos miraron asombrados a Marcos, quien, después de sentarse y apoyar la bolsa escrotal en un cojín de crepé, anunció con voz profunda que a partir de ese momento sólo respondería al nombre de Paulus. No sé si fue la solemnidad del momento, quizás la intensidad de su mirada… El asombro de aquellas caras tiernas se trasmutó en adoración y uno por uno se acercaron, reverentes, a acariciar el ídolo ovoideo. Este particular pentecostés convirtió el sórdido antro en un cofre de gozo, dicha y felicidad. Me fascinó la exaltada alegría de aquellos muchachos, la prodigalidad de besos y abrazos en aquel ambiente con olor a hierbas del Atlas. Se reían, saltaban, danzaban… Y, sobre todo, hablaban y hablaban, y yo les escuchaba fascinado a ese sanedrín improvisado capaz de cambiar el mundo y de afrontar cualquier problema que a la civilización pudiera amenazar.
Paulus se había convertido en el mesías que los iba a guiar en un mundo nuevo que estaba por hacerse. Y anunció que acometería su sacro cometido, para mi sorpresa, apoyándose en mi serena sabiduría. Henchido de orgullo, parlamenté entusiasmado con mis nuevos correligionarios, sobre la vida, la experiencia, el dolor… Hasta hablé, en contra de mi característica discreción, de mis habilidades adivinatorias y todo ellos me suplicaron que iluminara con mis predicciones el oscuro sendero en el que se iban a aventurar. Y a fe que lo hice: examiné uno a uno su tersos y a veces hirsutos glúteos y me faltarían palabras para describir su éxtasis cuando auguré el triunfo de su revolución y su brillante porvenir como ministros, directores generales o secretarios de estado.
Me disponía a realizar las últimas evaluaciones en aquel ambiente de eufórica algarabía cuando Paulus posó su mano sobre mi brazo y, con su característica mirada intensa, me preguntó si sería posible leer el futuro en su testículo hipertrófico. Se hizo un gran silencio y mentiría si no reconociera el vértigo que me paralizó. Hasta que, de pronto, alguien pronunció tres palabras que ya no nos abandonarían: “Sí se puede”. “Sí se puede” repitió ese alguien, y luego alguien más, y otro, y otro. Tres palabras que colorearon las paredes, iluminaron las calles y pusieron música a nuestra aventura. Abrí mi mano temblorosa y la posé en el mágnum testículum, que a esa hora ya había alcanzado el calibre de un melón cantalupo, y entonces experimenté algo que nunca antes conocido en mi vasta experiencia rumpológica. Porque he examinado todo tipo de arrugas, pliegues y recovecos, verrugas, quistes o accidentes cutáneos más o menos ocultos, pero jamás había sentido la fuerza con que Su mensaje llegó a mi interior. Fue como sumergirme en un lago de aguas límpidas, como fundirme con Su espíritu, como entregarle mi ser.
—¿Qué ves?
Su voz, magnética, me sacó de tan profundo trance y, aún impactado, sólo fui capaz de articular un vocablo: “Vicepresidencia”.
Paulus sonrió, cerró los ojos y se recostó en el sofá. Todos le miraron y guardaron un respetuoso silencio, que eterno podría haber sido de no mediar la impertinencia del muchacho con cara de niño, que entre el espeso humo asomó su gran cabeza.
—¿Me puede leer a mí también el futuro, señor?
Fui incapaz de resistirme a la ternura de su mirada, así que le indiqué cómo debía disponer sus posaderas para realizar una correcta evaluación. Y entonces tuvo lugar el segundo de los extraordinarios acontecimientos que, de haber sucedido ante pastorcillos y bajo una encina, milagros se habrían considerado. Y es que al palpar sus entretelas creí abismarme en la nada, en un universo vacío y ecoico donde sólo mi voz daba respuesta a mis preguntas. Aquel ser era la encarnación del cero absoluto y a mí me había sido encomendada la misión de hacérselo saber. ¿Y cómo acometer tamaño desafío sin destrozar su párvula ingenuidad? Tan angustiado me encontraba que repetí mi prospección hasta tres veces, cada vez más profundamente, hasta que el desaliento y sus propios gritos me hicieron dar por terminado el escrutinio. Nunca olvidaré aquellos ojos infantiles que, como si de la llegada de los Reyes de Oriente se tratara, imploraban mi dictamen. Pero yo no tenía ni oro, ni incienso, ni siquiera mirra que darle, y ya me disponía a anunciarle su total ausencia de futuro cuando Paulus me libró de tan penoso trance:
—¿Tú no eras de Madrid? —le preguntó.
—Sí —respondió tembloroso, manteniendo la boca abierta y guiñando ambos ojos a la vez.
—Pues en Madrid serás nuestro faro, nuestro guía allí donde nuestra nueva se habrá de anunciar.
Y ese es el motivo por el que aquel mes de mayo de 2011 acudimos a la capital a bordo de un confortable autocar y por el que con tanto entusiasmo retomé la escritura, pues era consciente de que mis humildes letras, que a partir de entonces serían las de Paulus, se bañarían en oro para grabar los más nobles frontispicios del saber.
[1]La rumpología o lectura de nalgas, también anomancia, es una pseudociencia similar a la fisiognomía, la cual se practica examinando las grietas, hoyuelos, verrugas, lunares y pliegues de las nalgas de una persona, de la misma manera que un quiromante leería la palma de la mano
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