Si usted dispone de cantidades ingentes de dinero podrá adquirir una bella mansión rodeada de jardines y fuentes de piedra, donde sus retoños se solazarán correteando alborozados por la hierba, amurallado todo en su exterior y circundado, para protegerse de los pobres, por un profundo foso repleto de hambrientos caimanes. De lo contrario, se verá usted abocado a la convivencia en comunidad. Nada más infame. Vivir en comunidad —nos tiembla el pulso al consignarlo— es el modo más eficaz de extraviar la cordura.

Resulta extremadamente complicado acomodarse a los vicios o las manías de los vecinos, esa raza singular. Hay horas intempestivas en que ocasionan estruendo en las escaleras, bien porque deciden subir un armario librería al rayar el alba, bien porque resuelven, a medianoche, bajar un pesado cadáver al contenedor. Julita la del tercero ensaya con su flauta a las horas en que usted, casualmente, intenta abandonarse a una reconfortante siesta. José Alberto, el del bajo con humedades, aporrea el bombo con el más exacerbado ensañamiento: la fiesta patronal se celebra dentro de diez meses, pero él, que nada deja para mañana, practica y se ejercita con su tambor para no perder comba. El instinto criminal se nos despierta cuando María maniobra con la batidora a las cinco de la mañana, a las cinco de la mañana, lejos de Lorca y su decencia taurina.

Ay, qué dolor, la reforma del vecino. Jamás hubo tanto entusiasmo por reformar viviendas. Se discute habitualmente a las doce de la noche, rencillas de enamorados a todo pulmón por el patio de luces. Usted madruga mañana, pero a quién le importa. A los enamorados no, desde luego: lo relevante es que él no le dice bastante que la quiere; lo de menos son las diez horas que va a pasar mañana usted de pie tras el mostrador. Doña Angelita, con su vocación tardía por la ópera, contagia en los demás no precisamente el amor por la música. En qué momento decidieron los arquitectos que sería más conveniente construir los muros con papel de fumar. Quién necesita un ridículo despertador cuando tiene, por virtud de la Providencia, a la vecina de arriba embutida en sus tacones. Ay, la pelotita de los niños, que bota apasionada y con alegría. Que bota y no deja de botar. Y el vecino de las gárgaras. Y los portazos reiterados de la carnicera, que viene a casa a tomar el café porque le luce más, dice ella, porque le entra mejor. Porque como en casa, entre patada y patada a la puerta, en ningún sitio. Y doña Elisa con la tele a todo trapo, a todo lo que da el volumen: la pobre, por no escuchar, no escucha ya ni la voz de la conciencia. Y el taladro de los domingos. Y las persianas de los comercios con su chirrido infernal, haciendo vibrar el edificio entero: raro es el día en que los cuadros de la comunión no se descuelgan. Y la lavadora del quinto a las dos de la mañana. Y ‘el amotico‘ entrando en el garaje con su extraordinario berrido.

Dónde está el miramiento del vecino, dónde su tierna comprensión, su empatía para con el prójimo, dónde su humana sensibilidad. Ah, amigo, estamos pidiendo peras al pobre olmo. Acaba uno resolviendo, por pura coherencia, por fuerza mayor, que lo más sensato sería irse a vivir, cuanto antes, al puñetero monte.