Ha comenzado a elevarse y a adquirir serio grosor un polvoriento revuelo con respecto a los episodios de absolución de los miembros de la banda cobarde terrorista. Sin embargo, uno no encuentra, por más que busque en los bolsillos de la coherencia, la verdadera justificación de este acaloramiento: no son más que asesinos, no son más que unos pobres seres humanos que un buen día arrebataron la vida a unos niños, a unas madres, a unos padres. ¿A qué tanto alboroto? ¿Dónde está la pega? Los derechos humanos, ese invento noble y eufemístico, se aplican invariablemente en favor del criminal, nunca del muerto, nunca del inocente, que siempre llega tarde a la comedia del proceso judicial. ¿Dónde, pues, está el problema? ¿Dónde la sorpresa? ¿A qué tanto rasgar de vestiduras? El asesino, el sanguinario, actor preferente en nuestra sociedad, se beneficia de las virtudes de la democracia, lo ha hecho siempre. ¿A qué viene ahora tanto encendido pataleo?

Qué pena e injusto —asumamos esta terrible realidad con la mano en el pecho— que un cobarde asesino se vea forzado a revivir en la cárcel, una y otra vez, lo duro que fue para él apretar el gatillo. Lo duro que resultó acercarse sigilosamente por la espalda y descerrajar el tiro en la nuca. Qué salvajismo, por nuestra parte, obligar al cobarde asesino a revivir entre rejas, una y otra vez, la horrorosa incertidumbre, el espanto de acometer la ejecución del inocente y que la pistola se encasquille, la pesadilla de quedar uno allí, en mitad de la nada, desolado, con las ganas frescas de matar. Bastante castigo es que permanezca encerrado como para conminar al pusilánime asesino, además, a revivir lo duro que fue, para él, reventar en pedazos a aquellas personas inocentes, a aquellos niños cuya vida quedó expoliada e inconclusa. Apiadémonos, postrados, de estos asesinos, que sufren la horrible y aguda penitencia del recuerdo, de la conciencia.

Una ideología vale más que una vida. Vale más que ochocientas vidas. Se es viudo por decisión propia, uno escoge ser doliente. ¿A qué tanto bullicio victimista? Uno elige que le maten a su hijo, a su esposo, a su hermana. Uno elige libremente que le amputen las dos piernas. Qué falta de comprensión hacia esos pobres y timoratos asesinos de la agusanada banda terrorista. Qué lamentable falta de empatía. ¿Acaso no tienen derecho a comenzar de nuevo una vida? Las víctimas de sus atentados ya no podrán regresar al camino, ni al abrazo de sus familias, pero a quién le importa. Los muertos escogieron alegremente la bala. Los cobardes asesinos, pobres angelitos inspiradores de alta poesía, solo cumplieron con su deber. Qué maldita y perseverante afición tenemos por exagerar el dolor y la tristeza.

Qué importará en Estrasburgo que aquella bomba destripara a unos niños. Lo que cuenta, amigo mío, son los defectos de forma, los regímenes de incomunicación del detenido. Lo primordial, por encima de la verdadera justicia, son los sagrados derechos del cobarde y repugnante asesino. Imaginen que a Hitler se le hubiera conducido a un tribunal y que, por un defecto de forma en las declaraciones, hubiese quedado absuelto. Es la fragilidad, no del sistema, sino del propio sentido común. Occidente, amigo mío, es el vivo espantajo del mundo.