Qué sencillo es gobernar, y cuánto estorba la torpeza en ocasiones. El pueblo, esa heterogénea y ruidosa familia condenada a la buena avenencia, al partimiento íntimo del piñón, necesita sentirse satisfecho y contento, y cuánto estorba la impericia del dirigente en ocasiones. Contento, entiéndase, pero tampoco mucho. Porque el exceso de alborozo —el exagerado consentimiento con el niño— provoca que la reunión amistosa se convierta en turba, y el revoloteo festivo y alborotado de la turba, mañana, en sedición. Que el pueblo se tome un cubata, y prou. O que se tome dos, si no hay más remedio, pero con acusado cargo de conciencia. Media boca arrugada y media boca esbozando una sonrisa. Entre el mohín y la risa floja.
Qué sencillo es gobernar, y cuánto estorba la ineptitud del marinero que se abraza borracho al timón, en ocasiones. La ceguera impide examinar la noble receta del sentido común: puestos de trabajo para todos, con nóminas altas y múltiples bonificaciones, y a tres manzanas del domicilio, con horarios flexibles: ¿le incomoda a usted madrugar? Acuda a su puesto de trabajo cuando le dé la gana. Alquileres razonables, viviendas en propiedad a precios moderados. Bajas laborales por justas causas de fuerza mayor y sin fatigosas burocracias: un grano imprevisto en el culo, verbigracia. Periodos vacacionales de cincuenta días para todo el mundo, la paga extra abonada de antemano. Asistencia médica personalizada e inmediata: le reconstruimos la muela, gratuitamente, en media hora. Sin colas, sin moverse de su casa: el odontólogo le entra a usted por la ventana, y trae con él altramuces y guirnaldas. Tres jamones veganos en Navidad y entradas vip en el palco del estadio, para codearse con la aristocracia de pómulos tiesos y labios enchorizados. Bonos culturales para la juventud, acceso ilimitado a raves y otros teatros de variedades, el billete de cinco euros enrollado en un canutillo para ahorrarles trabajo. Lenguajes inclusivos a la carta, ningún analfabeto sin su estimulante y colorida sintaxis. Y para equilibrar el gozo de tanto desmadre, cuatro o cinco sustos al mes relativos al medioambiente o a las gripes negras, debidamente dosificados.
A un servidor se le están agarrotando la mano y el hocico de escribir estas líneas con tan desvergonzado sarcasmo. El cinismo a chorro, mire usted, provoca urticaria y hemorroides. No, qué duda cabe, gobernar y hacerlo con sensatez es tarea ardua y monumental. Conciliar las exigencias ideológicas y complacer a todo el mundo es poco menos que imposible. Tratar de atender a las diferentes necesidades del pueblo, siempre insatisfecho y enfurruñado, es aventurarse por los más estrechos senderos de un jardín infernal y dantesco. Al gobernante se le atiza con saña —y siempre nos empeñamos en creer que merecidamente— hasta en el lóbulo de la oreja. El que sea valiente y tenga buen estómago, compadre, que agarre las riendas y arree.
Nos preguntamos con gran preocupación, no obstante lo anterior, si el desgaste de batallar contra los obstáculos que conlleva gobernar la inmensa nave de un país, hace necesario traspasar unos límites. Nos preguntamos, con elevado estupor, si determinadas concesiones no son un peligroso error de cálculo. Si prosternarse, otra vez, ante el insaciable apetito independentista —ese niño mimado y su berrinche antojadizo, de agusanadas pataletas— no será el explícito reconocimiento de que el timonel se encuentra sumido, hoy sí, en el más lamentable y esperpéntico de los naufragios.