Stevenson (Robert Louis) se despertó una noche bruscamente de lo que él llamaría “una dulce pesadilla”. Era el germen de su famosa novela “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”. El personaje protagonista se transforma en un monstruo abyecto con doble personalidad, respetable por fuera y criminal por dentro, anticipándose a las teorías freudianas.
Todos tenemos pulsiones inconfesables, según Don Sigmund. Y me pregunto si alguien que tuviese la posibilidad de eliminar a un enemigo con total impunidad con solo apretar un botón, o robar sin ser descubierto, podría resistirse a ellas.
Otro escritor del pasado, autor de relatos inolvidables que aún escuchan nuestros tiernos infantes, fue Hans Christian Andersen, que recogió una antigua fábula oriental para transformarla en la historia de un rey que paseaba desnudo. Unos embaucadores lo convencieron para que les encargara un fastuoso traje , luego se quedaron con las ricas telas y le timaron diciéndole que era invisible para los imbéciles. Como todos saben, los lacayos serviles adularon al monarca por su elegancia aunque el hombre iba a cuerpo gentil por la calle y solo la inocencia de un niño puso en evidencia su desnudez total.
Estos cuentos me vinieron a la cabeza mientras contemplaba las penosas imágenes de la visita real a Sanxenxo, del emérito. El “Guéi” , para mí, debido a una anécdota que una vez me contaron en Baleares. Dicen que el entonces Rey estaba en Mallorca y quiso pasar a saludar a su gran amigo Camilo José Cela. Era tarde por la noche, casi de madrugada. Juan Carlos había cenado opíparamente en el Club Náutico como de costumbre y a esas horas estaba un poco perjudicado. Contrariando a la escolta, insistió en ver a Don Camilo. “Pero si le llevo una botella de Dom Perignon, que le encanta”, les dijo. Tocaron a la puerta y al rato salió el autor de La Colmena con su bonete y camisón de dormir y un genio de los mil demonios. “¡Quién osa perturbar mi sagrado descanso!”, vociferó desde el balcón.
“¡Camilo, que soy el Rey!”, contestó S.M. El escritor oyó mal, seguramente por la dicción borbónica y le espetó: “Aquí no conocemos a ningún gay. Váyase Ud. a tomar por retambufa, bujarrón”.
“Se non e vero é ben trovato”, o tal vez se trate solamente de un mal chiste, no sé.
Lo cierto es que situaciones esperpénticas como la de la visita a los súbditos galaicos abona la leyenda. Dicen que iba vestido de Prada (un chaleco de mil quinientas cucas) y que el ticket de avión (cien mil de ida, y otro tanto de vuelta) le salió “premiado”.
Yo ya no sé qué creer.
Recomiendo a los perplejos la lectura de ese lucido filósofo que fue Jean Baudrillard, que escribió un excelente tratado sobre la inteligencia del Mal. Allí dice que la corrupción de las élites es exactamente la de todos. Y que la corrupción jamás es un accidente sino que “ es inherente al ejercicio del poder y, por lo tanto, al ejercicio del Mal”. Un Mal que no tiene que ver tanto con la moral sino con una “ausencia de destino” que provoca un vuelco maléfico.
Al poder no se lo perdona, dice también el filósofo francés, ni se le inflige un castigo real. La astucia de los dominados, que escogen vivir a la sombra del poder, consiste “en pasar por encima de sus pequeñas malversaciones” en esta comedia de trampantojo en la que nos hemos despojado de una responsabilidad en su beneficio. Esto es lo que se denomina “contrato social”. Delegamos el poder y les dejamos a ellos una función servil: la de administrar las cosas.
Dios guarde a los herederos del poder. Se puede renunciar a un legado económico dudoso, pero no a las consecuencias de la maldición del poder. Como decía el Marco Antonio del bardo de Stratford- upon- Avon :“el Mal que los hombres hacen les sobrevive y el Bien baja a la tumba con sus huesos”.
En mi país existía un personaje de cómic, un pajarraco llamado Condorito, que metía mucho la pata. Pero cuando lo expulsaban a patadas de los sitios (de un bar o de la casa de sus suegros) gritaba “¡Exijo una explicación!”. No quiero ser como Condorito y sus “condoros” (expresión chilena que ha significado con el tiempo “meter la pata”). No, yo no deseo ninguna explicación de lo inexplicable. Explicación de qué, Su Majestad.
Epílogo mejicano: canten conmigo la canción de Vicente Fernández. Huey.
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