Annie Ernaux, escritora feminista, prosigue  su crónica  familiar en “Una mujer”. Su obra “El lugar” publicada en su país, Francia, en 1983, es el relato o retrato de familia en un lugar de la Normandía profunda. De orígenes proletarios, sus padres viven y padecen las consecuencias de la guerra y una posguerra que fue casi peor. En “Una mujer”, publicada en 2020 por Cabaret Voltaire, retoma la narración con tintes autobiográficos que inició entonces para volver sobre la figura de la madre.

Pero Ernaux, a diferencia de otros escritores que giran alrededor de sus sentimientos y resentimientos paterno filiales (Kafka en su Carta al padre, la Vivian Gornick de Apegos salvajes, por ejemplo) utiliza la historia de su progenitora para ejercer un tour de force con su propia escritura, algo que ella declara como un intento por cerrar sus heridas pero principalmente como una catarsis y una denuncia. Porque Ernaux, neé Duchesne, fue siempre una joven consciente del abismo que separaba a los suyos y a ella misma de las demás clases sociales, la burguesía provinciana primero y posteriormente la élite parisina de los intelectuales, dominante en su medio. En el epílogo, ella tan explícita en su estilo y propósitos, nos dice: “Esto no es una biografía, ni una novela, naturalmente, quizá algo entre la literatura, la sociología y la historia”.

La figura materna, representativa de la clase social dominada, es el pretexto para este relato que se podría clasificar, como toda la obra de Ernaux, como política, en el sentido de abrir el surco que nos conduce a destripar la dicotomía entre esa Francia idealizada en su grandeur y el país rural donde ella nació y creció antes de convertirse en una joven promesa literaria que leía a Robbe -Grillet y  a Simone de Beauvoir. “Mi madre, nacida en un medio dominado, del que quiso salir, tenía que convertirse en historia, para que yo me sintiera menos sola y falsa en el mundo dominante de las palabras y las ideas al que, según su deseo, me he pasado”.

Es cierto que la autora nunca ha tomado su oficio como un medio de vida, para conservar, según ha declarado, su libertad. “Escribir para vivir significa perder libertad… Ganarse la vida escribiendo implica publicar cada dos años, o incluso menos, tener una regularidad impuesta” (Entrevista publicada por Bárbara Ayuso en Jot Down, 2018). La celebridad literaria no llegó fácilmente y su primera novela Los armarios vacíos (1974) fue rechazada por una importante editorial francesa. Ernaux era entonces una estudiante universitaria de letras pero pensaba vivir de la docencia, algo que finalmente le sirvió para edificar una obra paciente y consistente que ha culminado con la concesión del Premio Formentor de las Letras en 2019. El reconocimiento llegó tal vez demasiado tarde, pero en sus conclusiones el jurado destacó  su trayectoria y su aportación  a la riqueza cultural de la lengua francesa. No obstante, también señalaron la peculiaridad de su estilo “entrecortado y áspero”, y su visión de la sociedad de nuestro tiempo “con una crudeza insólita difícil de encontrar entre sus contemporáneos”.

Annie Ernaux puede no gustar a todo el mundo por este motivo. Aloma Rodríguez, escritora zaragozana escribe en Letras Libres lo siguiente en relación a la lectura de su primer libro: “La narradora me caía mal, me parecía una narcisista que se dejaba llevar por los celos y, la verdad, me resultaba un poco pesada”. Y en realidad, ella puede causar de primeras una mala impresión, pero Rodríguez reconoce que con el tiempo llegó a convertirse en una de sus autoras vivas favoritas. Una frase que recoge de una contraportada le indica la clave, la verdadera esencia de la escritura de esta pueblerina, que al contar su realidad más profunda e inmediata se hace universal: ”Ver para escribir es ver de otra manera”.

Ciertamente, los libros de esta autora tienen una base autobiográfica, pero no son comparables con los de otros cultivadores del género célebres como Carrére  y otros escritores franceses que han estado atentos a su propio ombligo pero también a la voz de la calle. Son pocos son los que como esta ya octogenaria rebelde, que vive sola y enclaustrada en una urbanización anodina, alejada del glamour de los cenáculos parisinos, consideran la escritura como un asunto ético y una herramienta política que nunca ha dudado en utilizar. Porque escribir no es solamente contar historias propias o ajenas sino una forma diferente de pensar. También una forma de dar y la Ernaux nos ha dado la ofrenda pura y sin pudor de su propia condición femenina en un ejercicio de impecable veracidad.