Siempre te han dado miedo los locos. Hay algo en ellos que te aterra y te fascina. Como la atracción del abismo, dices. Miedo no es la palabra, pero se acerca bastante. Tal vez todo en la vida consiste en eso: una aproximación. Nuestras emociones sólo se acercan a lo que realmente son. La locura también, piensas.

En tu pueblo había un loco. Se vestía de mujer y se paseaba con una sombrilla por las calles empedradas. Lo recuerdas como una pincelada de color en un tiempo que se te antoja en blanco y negro. La memoria es muy dada a ese tipo de juegos, dices. Aunque sabías que era inofensivo huías de él. Tenías esa edad en la que todavía agarrabas la mano de tu madre para caminar. Decían que había asesinado a su esposa. Siempre dicen algo terrible de los locos, piensas, como si necesitaran una excusa para comprender que alguien no quiere seguir las normas de la cordura. Años después descubrirías que en realidad era un artista.

Él te recuerda al loco de tu pueblo. A veces, incluso, confundes sus caras. Hay algo común en sus rostros. La derrota, dices. Quizá todos los locos se parecen. Leíste sobre él en revistas de literatura cuando todavía se leía en papel. Contaban anécdotas sobre sus apariciones en público, como aquella en la que orinó en una librería delante de todos los que habían ido a la presentación de su libro. De sus poemas hablaban poco.

En la biblioteca de la universidad te topaste con su apellido mientras te documentabas para un trabajo. Pediste un libro suyo, pero te equivocaste y te dieron un poemario de su padre. Una sola palabra puede cambiar el mundo. Apenas sabías nada de él. No sabías, por ejemplo, que su padre, con el que compartía nombre, era también poeta. Un poeta del fascismo. Sólo sabías que estaba loco, que vivía internado en el manicomio de Mondragón y que no dejaba de escribir.

Te hiciste con un ejemplar de Nueve novísimos poetas españoles. Era la primera vez que leías poemas completos de él. Los versos y las prosas poéticas que aparecían en la antología te acompañaron durante semanas, como un perro hambriento que seguía tus pasos y del que no eras consciente hasta que girabas la cabeza y lo veías a tus pies. Poemas como Para evitar los ladrones de bolsos o Deseo de ser piel roja que te conmovían aunque no acabaras de entenderlos. La poesía no necesita comprensión, dices. La disposición de las palabras y su sonoridad son suficientes, como cuando escuchas una canción en un idioma que no conoces pero sabes que está hablando de ti.

Luego te olvidaste de él. El perro hambriento desapareció para dejar paso a otros animales. Monstruos literarios que ocupaban tu mente. Años después lo retomarías, cuando R y tú hablabais de poesía. De él y de Bukowski. Siempre Bukowski. En un programa de televisión sobre el malditismo, un inefable presentador insistía en que Bukowski era un mediocre. Él lo miró como se mira a un niño que ignora el mundo real. Deseé que se levantara y orinara encima del presentador igual que en aquella librería.

También viste la película que Jaime Chávarri rodó sobre su familia. Su personaje se impone sobre todos los demás. Descubriste que un árbol genealógico, aunque tenga las ramas cortas, puede hundir a un hombre en la locura si lo lleva sobre su espalda. Después comprarías su obra poética completa y la guardarías con celo en la estantería, junto a otras biblias.

Malditismo, según el diccionario, es la condición de maldito, que va contra las normas. Rimbaud, Artaud, Bukowski, Baudelaire, Kerouac, Huxley. La lista de genios es interminable. El loco de tu pueblo también podría entrar ahí. Escribir desde la locura quizá sea el modo más puro de escribir, dices. Él escribió la mayor parte de su obra encerrado en manicomios.

Te fascinaba pensar que seguía vivo y que todavía publicaba libros. Bolaño lo convirtió en un personaje en 2666, algo así como un cameo literario. Viste algunos vídeos en los que aparecía charlando con Bunbury y Carlos Ann. Estaba demacrado y sin dientes, pero sus ojos eran los mismos que en el Desencanto. Alguna vez imaginaste cómo sería trasladarte hasta Mondragón y hacerle una visita.

Fue entonces cuando el libro sobre su vida te encontró. Conociste sus flirteos con las drogas, su familia y la extraña relación con su madre, su sexualidad, la primera vez que entró en un sanatorio mental, la decadencia de los últimos años. Y su obsesión con los diarios de Kafka y la poesía de Antonin Artaud y la ciencias ocultas y Dante y Poe y Peter Pan. El título de la biografía señala con precisión lo que fue su existencia: El contorno del abismo. Siempre a punto de caer. Siempre a punto de salvarse.

En uno de sus últimos escritos asegura que los únicos que hacían poesía de verdad en aquel momento, eran él y Pere Gimferrer. Te parece una combinación extraña. Dos concepciones antagónicas de la vida. Un loco y un dandi. No te imaginas a Gimferrer apurando las copas que los clientes de un bar de mala muerte se han dejado a medias.

Vuelves al loco de tu pueblo. Vuelves a su genialidad y a su locura. Confundes sus rostros. Oyes sus voces que recitan al unísono las palabras que él escribió: “Y si nos temen, qué mejor, para estar solos en nuestra propia casa, que es la casa del miedo”. Locura y miedo son estados que se tocan. El día de su muerte lo imaginaste descalzo, tomándose más de diez colas en una hora, fumando sin descanso, robando cigarrillos, gritando, peleando con los camareros como si tuviera contra ellos una cruzada personal, igual que un Peter Pan enajenado porque al final el tiempo le ha ganado la partida.