Hubo un tiempo en el que te resistías a hacer pedidos de libros. Te parecía un sacrilegio o una traición. Si el libro no estaba en la librería, esperabas a encontrarlo en otro momento o en otro lugar. Te parecía que esa conjunción de espacio-tiempo, esa alineación de elementos, dotaba de un halo mágico, en el sentido esotérico de la palabra, tu relación con el libro. Te regías bajo premisas débiles del tipo debía de ser así. Quizás sólo era miedo al compromiso, dices.

Por eso no tuviste un libro suyo hasta que te topaste con un ejemplar en la feria del libro de ocasión. Era una antología de poemas de Ediciones 29. Te preguntas si sigue existiendo esa editorial que alimentó de rarezas tu biblioteca durante muchos años, como aquellos dos volúmenes bilingües de Pessoa. De él también tendrás que hablar un día.

Antes sólo habías leído una especie de plaquette con tres poemas que encontraste en la Biblioteca Municipal de tu pueblo. Ese fue otro gran descubrimiento, que le debes a V: la Biblioteca. Recuerdas veranos en los que ibas todos los días. A veces sacabas un libro y te lo llevabas a casa y lo devolvías al día siguiente, sólo por tenerlo contigo unas horas, como una cita clandestina.

No eres capaz de identificar los tres poemas que te impactaron y te abrieron la mente como un mensaje de otra dimensión, como una revelación de la existencia de otras realidades, de otras formas de hacer poesía. Sólo uno recuerdas: A plena voz.

Ahora sería más fácil, dices. Si escribes su nombre en el navegador de tu ordenador, aparecen cientos de entradas, páginas, poemas, libros para descargar, fotografías. Durante años ignoraste cómo era su rostro y cuánto ocuparía su obra en una estantería. Únicamente tenías la referencia de aquellos tres poemas. Muchas veces estuviste tentado de robar el libro de la Biblioteca.

Ignorabas también que llevó el futurismo a Rusia y que se disparó al corazón como un último gran acto poético. Ignorabas muchas cosas, incluso de tu vida.

En aquella antología de Ediciones 29 hallaste joyas como La flauta de las vértebras o El puente de Brooklyn, versos que comentarías años después con R. Siempre R y vuestros lugares comunes. Con Bukowski y Panero creasteis una tríada de poetas que avivaba vuestras conversaciones, vuestra alma azotada por el implacable látigo de la poesía. Látigo que compartíais con él, con ellos.

En el libro había un prólogo sublime que leíste cientos de veces y en el que fuiste descubriendo también al hombre. Vuestra historia es una historia de descubrimientos a cuentagotas, poco a poco, como el conocimiento de aquellos que se vuelven imprescindibles para nosotros. En ese prólogo escuchas sus palabras que te divierten y te asombran: Soy poeta, eso es lo que me hace interesante. Y una anécdota que cuentas siempre que tienes ocasión. Su amigo Burliuk, fascinado por unos de los primeros versos que escribió, lo presenta a un conocido como un célebre poeta, después, a solas, le dice: Ahora, tienes que ponerte a escribir, o me pondrás en una situación  absurda. Burliuk, además, le daba 50 kopeks cada día, para que escribiese sin morirse de hambre. Juntos publicarían el manifiesto futurista Una bofetada al gusto del público.

Llevó el futurismo a Rusia porque creía en La Revolución. Para él eran lo mismo, perseguían un objetivo común: aniquilar el pasado. Amaba la velocidad y la violencia. No una violencia destructora, sino una violencia estética. También en la violencia puede haber belleza, dices. Y tienes la ocurrencia de que él habría amado las películas de Tarantino, como las amas tú, y las novelas de Palahniuk. Te imaginas a los cuatro peleándoos  a puñetazo limpio en un purificador y catártico Club de la Lucha. Después vino el desencanto porque La Revolución no amaba la poesía, sólo amaba la violencia, y la destrucción sin belleza es exterminio y dolor.

A aquella primera antología le siguieron otros libros. Su obra poética es corta, pero de una intensidad que pocas veces has leído. Te fascinó La nube en pantalones, La guerra y el universo, y los versos de aquel largo poema dedicado a Lenin. Leíste su ensayo breve Cómo escribir versos, la pieza teatral La chinche, la prosa sublime de América. Kafka también escribió un libro con ese título, dices. Y García Lorca compartió el mismo impacto en su viaje a Nueva York.

Pensabas que lo sabías todo de él, incluso conocías las canciones que Raimon y que Silvio le dedicaron. Escribiste un poema sobre sus huellas en la nieve y cientos de hormigas que brotaban de ellas. Eras capaz de señalar en un plano de Moscú la plaza que un día llevó su nombre. Leíste, en la novela que escribió sobre él Juan Bonilla, su relación de admiración y odio hacia Boris Pasternak, sus divergencias y choques, el poder de su sombra y sus ansias creativas. Podías recitar los versos que otros poetas le habían dedicado. O enumerar los desórdenes de su pasión con Lili Brik. Te conmocionaron las palabras que escribió sobre él su amiga Elsa Triolet, en un libro que lo desnuda con la delicadeza de alguien que amó su poesía. Pero todavía no comprendías su sufrimiento.

De todos los libros que tienes de él, siempre vuelves a aquella antología de Ediciones 29. Se cierra con los últimos versos que escribió, los que formaban parte de su nota de suicidio. Lees: La barca del amor se ha estrellado contra la vida cotidiana.

Después sólo hay silencio. No se voló la tapa de los sesos, sino que se disparó al corazón. Fue su último acto poético. Su último verso: en la cabeza no reside la pasión. Ni la poesía, dices. Cuatro jinetes lo cercaron: el político, el amoroso, el artístico y el existencial. ¿Cuál de ellos apretó el gatillo? Tal vez todos. Tal vez ninguno. Raimon cantaba en su canción para él: No és difícil morir en aquesta vida, que viure és més difícil.