Siempre hay un libro, dices. Una llave que abre o que cierra. Si te equivocas de libro es posible que ya no entres en un autor. O que salgas para no volver, añades como una advertencia.
En este caso hay dos llaves.
No exactamente dos libros, porque cualquiera de sus novelas te fascina, del mismo modo que te fascina que se refieran a él como a uno de los padres de la novela negra, porque él, que había sido detective en la famosa agencia Pinkerton, pensaba que lo que escribía, en realidad, era la verdad.
No exactamente dos libros, insistes. Dos prólogos. Dos textos que se erigen con un poder y una sinceridad sublimes. Nunca has sido de prólogos. Te los saltas como quien se levanta en el cine y abandona la sala antes de que terminen los créditos finales. No te gustaban antes y casi no has vuelto a leer ninguno después del que abría La tregua de Benedetti y en el que se hacía un spoiler devastador. Ya apenas recuerdas la novela, pero sí recuerdas aquel desastre, en un tiempo en el nadie sabía qué era un spoiler, que destrozaba la novela y la dejaba con las tripas por fuera. Destripar se te antoja un verbo preciso y feroz, sobre todo desde que la RAE recomendó su uso en lugar del manido spoiler.
El primer prólogo coincide con el primer libro que leíste de él: Cosecha roja. Como tantas buenas referencias, te lo recomendó V. No sólo te recomendó el libro, sino también la lectura del prólogo con el mismo entusiasmo que te recomendaba la novela. Sobre todo porque lo firmaba Luis Cernuda y eso era en sí mismo algo asombroso. ¿Un poeta de la talla y la sensibilidad de Cernuda prologando un libro de gánsters? El poeta sevillano lo enfrenta a Hemingway y a Faulkner, a quienes considera aburridos, y sale ganando él. Y si su criterio lector no bastase, lo avala con el de un Premio Nobel: André Gide, que se siente igual de asombrado que Cernuda con la lectura de Cosecha roja y considera, la novela, “de una habilidad y cinismo implacables”.
El segundo prólogo abría un volumen de relatos que encontraste entre los libros de tu padre. Siempre había tesoros, dices. Durante años permaneció en una de aquellas estanterías que alimentaron tu curiosidad lectora. No lo reconociste hasta mucho después. Pertenecía a una colección titulada Best Sellers, Serie Negra. Todavía recuerdas sus tapas grises, el título sobre un fondo rojo y el fotograma de una película en la cubierta que nunca pudiste identificar. El prólogo era una confesión de Lillian Hellman, que fue su pareja durante treinta años y con quien compartió sus pasiones y demonios: la escritura, la bebida, la militancia.
Ella tenía doce años menos que él. Les presentaron en un restaurante de Hollywood en 1930. Un año antes, el año del hundimiento de la bolsa y del mundo y del sueño americano, él había publicado Cosecha roja. En pocos meses publicó también otras dos obras maestras, La maldición de los Dain y El halcón maltés. Cuando se conocieron llevaba una semana bebiendo sin parar. “Bebimos como salvajes”, cuenta Lillian. “Lo único que recuerdo es que unas horas después, en el coche de él, hablamos de T.S. Elliot”. Leía a Elliot y a Marx con la misma pasión. Se afilió al Partido Comunista y fue encarcelado por el Comité McCarthy en 1951. Lillian también sufrió la caza de brujas por negarse a delatar a amigos y compañeros. América es la tierra de la contradicción, dices. Él supo retratar también esos contrastes. Sus protagonistas son antihéroes, bajitos, gordos, alcohólicos. Sus escenarios son los bajos fondos, los suburbios. Su narrativa es una narrativa social.
Bebía rápido y escribía rápido. Sabía que su vida, una carrera de infinitas botellas de whisky, no podía durar mucho. En pocos años publicó toda su obra. La llave de cristal y El hombre delgado, te conmovieron por la humanidad de sus protagonistas. En El hombre delgado, en la que una pareja se encierra a beber en una habitación de hotel de Nueva York, creíste ver ecos de Scott Fitzgerald. Todavía no sabías que fue Fitzgerald quien bebió de esa fuente que aparece siempre en las listas de mejores novelas policíacas de la historia.
Siempre regresas a aquel libro que te llevaste prestado de la estantería de tu padre. Está compuesto por cinco relatos memorables que titularon Dinero sangriento, aunque el original sea The big knockover. Se podría traducir por el gran golpe, pero también por el gran derrumbe, la tremenda caída, el inmenso K.O. Por eso lleva el prólogo de Lillian, dices, porque ella fue testigo de su gran final. Después de años de peleas y reconciliaciones, ella estuvo a su lado cuando murió. Se encerraba en una habitación durante días a emborracharse y no salía de allí hasta culminar el libro con el que peleaba en ese momento. Del mismo modo que peleaba con la vida y con la muerte. Lillian, que se mantuvo fiel al otro lado de la puerta, escribe: “fue como si todo lo que constituyese la vida de un hombre se reuniese para ponerle a prueba: el sufrimiento es un hecho privado y no se puede invadir”.
Su historia te conmueve y, aunque no crees en el destino, estás convencido de que una fuerza superior los unió. No en vano sus nombres están llenos de letras dobles. Cada uno tiene, al menos, una letra doble en su nombre y en su apellido, y de las cinco letras dobles, tres son una doble ele. Es una tontería, dices, pero también un exceso, como sus vidas, un accidente. Eso es lo que fue, añades: un escritor accidental del que, quizás, esperamos más de lo que él pretendía, aunque, como escribió Cernuda: “ya es bastante lo que nos da: realidad, consistencia, interés”.
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