No hay mujeres, te dice Y. ¿Qué?, preguntas. Mujeres, repite ella. Sí que las hay, piensas. Evocas a Carson McCullers y el poema que le dedicó Bukowski y aquella fotografía en la que parece tan feliz, mucho más feliz que en cualquiera de sus relatos. O Patricia Highsmith, pero no la de Ripley, sino la de sus otros libros más oscuros como Ese dulce mal, o los cuentos de Pájaros a punto de volar. Marguerite Duras, que ya te parecía entrañable antes, incluso, de leerla como personaje en el París no se acaba nunca de Vila-Matas. Recuerdas el impacto que te causó La nada cotidiana de Zoé Valdés y cómo te sentiste forrándolo con papel marrón de embalar, ocultando sus tapas para enviárselo a un amigo de La Habana, como si se tratase de un artefacto peligroso. Tal vez lo era, dices. Enarbolas los libros de tus más recientes descubrimientos, Diario del asco de Isabel Bono o Sánchez de Esther García Llovet, igual que banderas que acompañan tu discurso. ¿Ves?, le dices a Y. Te sientes orgulloso. Ella te mira de esa manera, entre el reproche y la desesperación, que quiere decir que no te enteras de nada.

Nunca te han gustado las etiquetas. Una vez leíste que cualquier juicio hacia otra persona debería tener fecha de caducidad. Aunque a veces, cuando observas a tanto cretino a tu alrededor, te cuesta creerlo. La etiqueta de literatura masculina o femenina es demasiado maniquea. Te suena a aquello del balón y la muñeca, del azul y del rosa. Hay autores que escriben para hombres y autores que escriben para mujeres, dices. Te preguntas si tú haces lo mismo, si piensas en el sexo de tus lectores. Esa no es la pregunta, dices, lo que importa es si piensas en el género de quien escribe.

Haces recuento y compruebas que es la autora de quien más libros has leído. Higiene del asesino, es una historia que cualquier aspirante a escritor debería leer. Es un ejercicio sublime compuesto, casi en su totalidad, por diálogos. Estupor y temblores llegó a ti en una traducción al catalán, por eso pensaste de inmediato en Pere Calders y en aquel cuento maravilloso sobre una invasión sutil de los japoneses. Cuenta la experiencia de una joven europea en una empresa de Tokio que es humillada constantemente. Ella vivió durante muchos años en Japón, de hecho habla y lee japonés perfectamente, porque su padre era un diplomático belga. En ella se une la delicadeza de la lengua francesa y la extravagancia de la cultura japonesa moderna, dices. De ahí quizás el exhibicionismo. Su fotografía aparece en todas y cada una de las cubiertas de sus libros. En la portada de Ni de Eva ni de Adán, por ejemplo,empuña una espada samurai. No es más que el ego del artista, piensas. En Diario de golondrina el protagonista recupera sus sentimientos al escuchar una canción de Radiohead. En Ácido sulfúrico inventa un reality show en el que los concursantes son llevados a un campo de concentración.

Todos sus libros tienen algo que te inquieta y te seduce. Te gusta leerlos después de una obra pesada, porque suelen ser volúmenes ligeros. Deliciosos, dices. Escribe con ese estilo que tanto te gusta de aparente sencillez. No es fácil escribir así. Lo sabes porque también es tu estilo. Cada palabra es una decisión a vida o muerte. Una batalla. No en vano es miembro de la Real Academia de la lengua y la literatura francesas de Bélgica. Eso no quiere decir nada, piensas. Como los premios, aunque algunos de sus libros hayan recibido galardones como el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa.

Los títulos de sus novelas también te fascinan. Te preguntas si los elige primero o trabaja sobre ellos una vez terminado el libro. Tú necesitas tener siempre un título, aunque sea provisional, para que tire de la novela que escribes como una promesa. Metafísica de los tubos, Biografía del hambre, Cosmética del enemigo, sólo son algunas muestras. Tu favorito: Higiene del asesino. Fue el primer libro que leíste de ella, ya lo has dicho, por eso siempre vuelve.

Es una autora prolífica. Escribe casi una novela por año. Conoces esa incontinencia literaria. Es más una manía por literaturizar todo lo que te rodea, dices. Escribir todo el tiempo, no sólo cuando estás delante de una página en blanco, sino cada vez que respiras y caminas y observas el mundo. Las historias salen al paso como perros que te acechan detrás de cada esquina. Una necesidad irreprimible de contar. Por esos sus libros no son extensos, porque esa exigencia de narrar se impone como un mandato que obliga a escribir una historia tras otra sin alargarla más allá de sus propios límites.  Te recuerda al desenfreno creativo de César Aria. Con una importante diferencia: la obra del escritor argentino es tan dispar como los diferentes caracteres de una mente con personalidad múltiple. La de ella, sin embargo, tiene una cierta coherencia. Por muy divergentes que sean las tramas, siempre late la atracción por lo absurdo, por personajes monstruosos, por la fealdad. Ver más allá de lo que tus ojos perciben, dices.

Cuando lees no sueles imaginarte cómo es el autor de las palabras que devoras. Sueles sumergirte en la historia o te dejas arrastrar por el narrador. El escritor desaparece y sólo queda el texto. Esa es la alquimia de la literatura. Ella de algún modo siempre está presente. Unas veces la inventas como una francesita adorable y otras como una japonesa cautivadora. Hay una imagen que conjuga las dos: en una de sus novelas la protagonista asciende al monte Fuji para cumplir la tradición nipona de alcanzar la cima una vez en la vida. Así la evocas, así la sueñas, así te gustaría encontrarla, subiendo la ladera de un volcán.