Estás en la presentación de ese libro de relatos en el que participas. Ese libro que no debería haber sido pero es. Te notas animado. Tienes la oportunidad de hablar con otros escritores y con la prensa. Pero todo es muy raro. En otras circunstancias el evento habría sido esa porción de sueño que tanto anhelas. Una fiesta literaria. Ahora hay algo agridulce que empaña el momento: la felicidad de participar en este proyecto y la desolación de esas nuevas palabras que han invadido la realidad para designar cuadros que no habíamos imaginado. Sillas vacías para salvaguardar la distancia, abismos de soledad que te evocan a las pinturas de Hopper. Sería tan fácil acabar con todo esto, dices. Y canturreas el verso de esa canción de Rigoberta Bandini que no te quitas de la cabeza: Nadie podía sospechar que seríamos tan torpes. Y es que el universo es paz y nosotros damos golpes.
Te alegras de ver a M. Habláis de quedar a comer. Inevitablemente piensas en el arroz de Casa Filo y en que fue allí, en aquella terraza histórica, donde se fraguó la idea que acabaría dando forma a estas Confesiones. Se acerca J y te presenta a una mujer. Cuando ella escucha tu nombre abre mucho los ojos y dice que lee tu columna todos los meses. Tu ego se hincha. Te sientes menos solo. Eres consciente de que hay alguien ahí, de que no gritas al vacío cuando escribes estas mil palabras que tanto se resisten. Ella reconoce que te lee con fidelidad y que no eres como había imaginado. Sonríes con los ojos, como sonríe ahora todo el mundo. No añades nada, pero piensas en aquel alumno tuyo que estaba convencido de que todos los escritores tienen barba y fuman en pipa. Adviertes una cierta decepción en las palabras de tu lectora. Sientes la tentación de bajarte la mascarilla y de gritar: ¡al menos tengo barba! Comienza el acto. Te sientas. Disfrutas de la presentación. Te olvidas de la anécdota, pero sabes que más tarde regresará.
Vuelve cuando piensas en él. Su nombre ha salido en la breve conversación con tu lectora. Ha brillado entre otros autores como una pepita de oro en el lecho de un río, entre otros nombres en los que habéis coincidido. Él tampoco es como uno se figura. Cuando lees sus libros, esa suerte de realismo mágico nipón, o fantástico cotidiano, no te imaginas que entrena a diario, que participa en triatlones, que sigue una rutina casi marcial, que se parece más a tu vecino del quinto que a un tipo con barba que fuma en pipa. Tampoco nadie puede imaginar que tú eres cinturón negro de judo o que has liberado París con una ametralladora a través de la pantalla de tu consola. A pesar de todo, pervive esa idea romántica del escritor. Como si los escritores no pudiéramos ser personas normales y aburridas, dices.
El primer libro que leíste de él te lo regaló Y. Ella es la persona que más libros te ha regalado, porque es la persona que más te conoce, porque sabe que no hay nada que te guste más que rasgar el papel de un paquete que ya sabes de antemano lo que contiene. Sólo hay algo peor que no regalar libros, dices. Regalar el libro equivocado. Sientes, entonces, que se ha perdido una oportunidad, que se han desperdiciado una cantidad importante de páginas, o que se invade un espacio valioso de tu estantería. En el caso de él no fue así. Kafka en la orilla te fascinó desde las primeras páginas. No es su obra más aclamada, pero es la puerta por la que entraste a ese universo tan particular en el que siempre hay un elemento sobrenatural que influye en lo cotidiano. Una fantasía sutil que también aparece en mucho de lo que tú escribes.
Ese elemento se hace más evidente en obras como El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. En otras, como Tokio blues, tan sólo es una sugerencia, algo que se diluye en la historia y que puede pasar desapercibido. De hecho, te atreverías a dividir su obra según este parámetro. Historias en las que aparece un eco de lo fantástico, como After dark o Sputnik, mi amor. Frente a aquellas en las que ese mundo imaginario, onírico, paralelo a nuestra realidad, es el centro de la narración, como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o 1Q84.
A 1Q84 le sobran más de cuatrocientas páginas, dijiste en una ocasión. Estabas en una comida de amigos, de esos en los que el nivel de las conversaciones da sentido a la vida. Uno de ellos te dijo que era una afirmación muy presuntuosa. Hiciste recuento de sus libros leídos. Te bastó con cerrar los ojos y evocar el lugar que ocupan en tu estantería. Al menos has devorado una docena de ellos, incluso aquel en el que habla de su afición a correr, pero que acaba hablando de la vida y la literatura y la débil frontera que las separa. Una docena es suficiente para elucubrar una opinión como esa, piensas.
En ese libro, además, se hace patente su relación con la música. Todavía guardas, en el interior de los dos volúmenes que lo conforman, una cuartilla con la lista de canciones que aparecen en sus páginas. Hay quien se dedica a configurar estas listas en las redes. La música está tan presente en sus libros como el elemento mágico. Antes de dedicarse en exclusiva a escribir, regentaba un club de jazz, cerca de la estación de Sendagaya, en Tokio. Siempre hay algo, dices. Una excentricidad, una extravagancia, un hecho insignificante que lo separa, a él, a otros, de parecerse de verdad a tu vecino del quinto. Que sea un eterno candidato al Nobel ya debería bastar, dices.
No sabrías decir qué es lo que más te fascina de su literatura. Tal vez el truco consiste en ese equilibrio perfecto que hace que sus novelas sean difíciles de catalogar. Literatura occidental escrita como Japón o literatura japonesa escrita como occidente. Tantos fans como detractores. O mucho más simple, como cantaba Love of Lesbian en aquella canción en la que aparece su nombre, el secreto es la belleza. La belleza de lo fantástico. La belleza de lo cotidiano.
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