Esa foto, dices.
Cuando te preguntan qué son sus libros, o qué tipo de escritora es, repites lo mismo: esa foto.
La primera vez que leíste un libro suyo te pasó desapercibido, como cuando te presentan a alguien en una fiesta y no te fijas en él, pero lo vuelves a encontrar tiempo después y te fascina y te preguntas cómo es posible que no te dieses cuenta. A pesar, incluso, de la nota que acompaña al libro como una carta de presentación, el jurado del XXXIV Premio Herralde de Novela recomendó su publicación, y de lo sugerente que te resultó su título: Cómo dejar de escribir.
Esa foto, dices.
Quizás si hubieses visto esa imagen antes de leerlo, habrías comprendido que tenías delante un iceberg, ese tipo de libro que defendía Hemingway, esa literatura en la que lo que no se cuenta es mucho más importante que lo que se explica. Pero estabas ciego. No eras capaz. No todavía. Tuviste que volver a él para ser consciente de su belleza. Tendrás que volver a él.
Esa foto, dices.
Tampoco la conocías, la imagen, cuando leíste Sánchez, pero ahora sí: el flechazo. Ahora sí reconoces el poder que ejerce sobre ti y le preguntas si no os habéis visto antes, en algún otro lugar. ¿En alguna fiesta? Ahora sí que te quedas colgado. Ahora sí. Sabes lo que viene a continuación. Después de Sánchez quieres más. Más no, dices. Todo. Buscas sus libros como un adolescente busca la mirada de la chica que le gusta a la puerta del instituto. Buscar. En eso se basan todas sus historias. En eso se basa la literatura. Pon a alguien a buscar algo y ya tienes una historia, dice tu amigo M. En Mamut se trata de la búsqueda de una nueva droga. En Sánchez un galgo. En Cómo dejar de escribir un manuscrito. En Spanish Beauty un mechero legendario. En Coda, su primera novela, que parece más una red de relatos que se cruzan y se enlazan y comparten personajes y escenarios, una atmósfera inquietante, una bruma que empapará todos sus libros, la búsqueda, más sutil pero más profunda, es la de la propia identidad.
Esa foto, dices.
Sánchez te impresionó tanto que fuiste corriendo a comprar un ejemplar para M. Le dijiste que, esa novela de la que siempre te habla, ese argumento en su cabeza que un día verá la luz, lo imaginabas escrito de esa manera. En Sánchez no sobra una sola palabra. Un lenguaje conciso para una historia en la que parece no pasar nada, pero en la que se encierra todo un mundo. Ya lo has dicho antes: un iceberg. Te sorprendió que el libro estuviese en la sección de novela negra. No habías sido consciente, hasta ese momento, del componente noir que hay en sus historias. O es mucho más simple: alguien siempre busca algo. M lo leyó en una sola mañana. Él también cayó rendido a su poder. Y corroboró su fascinación al leer Cómo dejar de escribir. Y te lo dijo. Entonces volviste a él, a ese primer libro que te pasó desapercibido, tú, que no sueles releer.
En Cómo dejar de escribir se haya oculto el fantasma de Bolaño. No es de extrañar, ya que la autora reconoce que se lanzó a escribir, a esta absurda actividad que es poner una palabra detrás de otra hasta configurar una historia, después de leer al autor chileno. Lo explica ella misma en un texto sublime titulado La novela de mi vida: ‘Nocturno de Chile’ de Roberto Bolaño. Volviste al libro y, al acabarlo, te golpeaste la frente recriminándote a ti mismo lo estúpido que habías sido. Los elementos que te habían deslumbrado de Sánchez, también estaban aquí: ese lenguaje conciso, a ratos lírico, a ratos cinematográfico, la atmósfera noir, el halo que envuelve a los personajes, lo que no se cuenta, lo que no se ve, lo que está de otra manera.
En la Feria del Libro del año pasado vino a Alicante a firmar ejemplares. Estuviste tentado de ir, pero desististe. No es por falta de mitomanía, dices. Es una cuestión de miedo a las expectativas. No quieres decepcionarte. Ella misma escribió que los escritores no se parecen a lo que escriben. Ni siquiera se parecen a su propia imagen. Pero cuando ves esa foto te cuesta creerlo.
Esa foto, dices.
En esa foto ella sí que se parece a lo que escribe. Podría ser un fotograma de alguna de sus novelas, de Coda, por ejemplo, en la que la protagonista fotografía casas desvalijadas. En la foto ella tiene una cámara en la mano. Está tumbada bocabajo en una cama. No estás seguro de si alguien ha tomado la instantánea o si es ella misma quien reproduce su imagen reflejada en un espejo. Parece la habitación de un hotel. Se tumba sobre la cama, apoya los codos en el colchón, en una mano sostiene la cámara como si empuñara un arma, en la otra apoya su cabeza. Lleva una prenda con capucha, podría ser un albornoz o una sudadera. Sus piernas están desnudas, a excepción de los zapatos de tacón alto. El blanco y negro acentúa la atmósfera noir. Todo parece azaroso: la cama deshecha, la posición de las piernas, la mirada indiferente, pero no lo es. Tú sabes que nada es casual, igual que en sus novelas.
Esa foto, dices.
Cuando te preguntan qué son sus libros, o qué tipo de escritora es, repites lo mismo: esa foto. Ese espectro que ves en todas sus novelas. Esa foto podría ser la Nikki de Sánchez, o la Michela de Spanish Beauty, o la Martina de Mamut. Podría ser todas ellas, dices. Los escritores no se parecen a lo que escriben. Esa foto, insistes.
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