Thomas Wolfe llega tarde, y borracho, a la cena a la que ha sido invitado por el editor Maxell Perkins, que publica sus libros y también los de Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Este último también ha sido invitado, junto a su esposa Zelda. Cuando Wolfe se sienta a la mesa que ha preparado la mujer de Perkins, increpa de una forma descarada y cruel a Scott Fitzgerald sobre la extensión de sus libros y la escasa producción de su obra, en comparación a las miles y miles de páginas que Wolfe vomita con facilidad. Perkins se lo lleva a rastras de allí y le recrimina su falta de empatía y compasión. Fitzgerald está sufriendo una sequía literaria afectada, en parte, por la crisis que padece su esposa. En medio de la discusión, el editor le intenta explicar a Wolfe que las cien palabras que ese día haya podido escribir, con suerte, el autor de El gran Gatsby, tienen el mismo valor, o más, que las cinco mil que ha escrito él.
Es una escena de la película Genius (El editor de libros, en las carteleras españolas) que te gusta recordar porque sabes que Perkins tiene razón, porque no se puede medir la calidad de una obra por su extensión, porque compartes con Fitzgerald la brevedad de tus libros, porque defiendes con pasión que el primer párrafo de El gran Gatsby vale más que la obra completa de muchos autores prolíficos que encabezan las listas de los más vendidos y los más leídos. También el capitalismo se ha colado en la literatura, dices.
Siempre has huido de las lecturas monumentales, a pesar de haber leído con voracidad 2666 de Bolaño, o 1Q84 de Murakami, o Fin, el último volumen del proyecto literario de Knausgard, ese Proust contemporáneo y noruego que ha dado a luz una obra descomunal formada por seis libros que también has devorado, por citar algunos ejemplos que sobrepasan el millar de páginas y que están ya impresos en tu cabeza. Pero son excepciones, dices. Prefieres las obras breves porque, aunque estés disfrutando de un libro, cuando pasas de la página doscientos o doscientos cincuenta, sientes que te estás perdiendo algo: otros mundos, otras voces, otras páginas que te esperan. También cuando escribes sucede lo mismo, aunque a veces estés tentado de sucumbir a ese debate que no se dice, que nadie reconoce, pero que está. Esa idea de que el tamaño importa, por encima de obras maestras de poco más de cien páginas que hoy no publicaría ningún editor por su ligereza y por la dificultad de vender un libro tan breve, como El extranjero de Camus, o La metamorfosis de Kafka. Esa idea invasora que ocupa también la cabeza de muchos autores, sobre todo noveles, que cuando se encuentran y comparten sus proyectos siempre caen en la tentación de formular la misma pregunta: ¿cuántas páginas llevas escritas?
A pesar de todo eso, engulliste las más de seiscientas páginas de Una mujer difícil, el primer libro que leíste de él, con una euforia contenida que no recordabas desde hacía años. Llegaste a la novela a través de una entrevista en la que el escritor Sergi Pàmies confesaba que era el libro que le hubiera gustado escribir. Eso era ya una garantía, dices. Después de leerlo, tú también podrías confesar lo mismo. No sólo este, sino muchos de los libros que él ha escrito, dices. Pero sabes que mientes, porque tú nunca podrías escribir como él, porque tú eres un escritor de brújula, un escritor de los que se sumerge en el río de la intuición y se deja llevar por la corriente, a veces a la deriva, a veces controlando el timón, porque te gusta salir a navegar sin saber con exactitud dónde acabará tu travesía. Él, sin embargo, es un escritor de mapa, de los que tiene programada cada palabra antes incluso de escribirla. De mapa es quedarte corto, dices. Antes de la primera redacción, la novela está prácticamente escrita. Y quizás es la única manera, porque la mayoría de sus libros tienen una extensión media de setecientas páginas. Otra vez los números, piensas. Otra vez la importancia del tamaño. Y, aunque parezca imposible para ti, los has leído casi todos. Después de Una mujer difícil, te lanzaste a la aventura de leer El mundo según Garp, su obra más reconocida. En esa novela descubriste que había practicado la lucha, y que este deporte está presente en muchas de sus novelas. En eso también le envidias, porque anhelas conjugar tu pasión por el judo con tu fiebre literaria.
Es difícil explicar su estilo: argumentos improbables, personajes extravagantes y perturbadores, situaciones inverosímiles, metaliteratura, intertextualidad, giros inesperados, historias estrafalarias repletas de osos que conducen motocicletas, niños enanos que se convierten en héroes o transexuales que se erigen como líderes de movimientos feministas. Tramas presentadas con crudeza, ternura y humor que no quieren ser un espejo de la realidad, pero en la que hay una vaga crítica social, no como la entendemos hoy, sino al más puro estilo decimonónico. Y sin embargo, su voz suena tan natural y creíble que consigue arrastrarte a su mundo para perderte en él y devorar sus páginas con ansías carnívoras.
Es sobre todo un escritor de personajes. Eso es lo que importa en la literatura, dices. Los argumentos se emborronan en nuestra memoria, los personajes permanecen inalterables. Por eso, por la originalidad y el atractivo que desprenden sus protagonistas, muchas de sus novelas han sido llevadas al cine: Una mujer difícil, El mundo según Garp, Una oración por Owen, El hotel New Hampshire, o Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra. La adaptación de esta última, escrita por el propio autor, le valió un Oscar por el guión de Las normas de la casa de la sidra.
Eso es algo que no le perdonan: su éxito. El establishment literario condena del mismo modo el malditismo que la popularidad. Tal vez nunca ganará el Nobel, porque, igual que a Murakami, otro eterno candidato al premio de la Academia Sueca, no se le tolera la cifra de sus ventas. Otra vez los números, dices. Otra vez el tamaño importa, dices. Quizás necesita que pasen dos siglos para que se ensalce su obra como hoy se glorifica la de Dickens, un autor que también gozó de popularidad, que fue aclamado por autores como Tolstoi u Orwell, por la riqueza de su prosa y sus personajes, y menospreciado por otros como Wilde o Virginia Wolf, por su falta de profundidad psicológica y su sentimentalismo. Ese mismo debate se puede aplicar a su obra, esa doble percepción. No es casualidad, dices, que de entre todos los nombres posibles que un escritor como él puede inventar, sea, precisamente, Dickens, el nombre que ha elegido para su perro.
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