Hay imágenes, objetos, fotografías fijas que asocias a un determinado momento de tu vida, a una persona, a un libro, a una sensación. Un cuadro, o una escena, que invade tu cabeza, en cuanto piensas en ello, como el cartel de una película, como la portada de un disco, como el fotograma congelado de un vídeo casero que espera a que le des al play para ponerse en marcha, para desplegar, ahora sí, todo el conjunto de vivencias que acompañan a ese momento de tu vida, a esa persona, a ese libro, a esa sensación.
No sólo una imagen, dices, sino un collage de imágenes. Imagina eso. Imagina una pantalla llena de estampas, de reproducciones en pausa que se reanudan con un golpe de dedo. Imagina eso. Imagina tu memoria como un escaparate táctil que pones en funcionamiento según quieres activar uno u otro recuerdo.
Pulsas sobre la imagen de una estantería, un mueble, que tus padres plantaron en tu habitación, no sabes muy bien por qué, llena de libros. Tienes unos quince años, pasas el dedo por el lomo de algunos títulos que leerás y que se convertirán en los primeros libros de tu educación literaria: un libro de relatos de Dashiell Hammett, El padrino de Mario Puzo, las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, o ese volumen de la serie Carvalho, que fue lo primero que leíste de él, y que llevaba por título Historias de política ficción, un género novelesco que quizás no existe, pero que define las lecturas favoritas de tu padre.
Pulsas sobre la imagen congelada de una escena cotidiana. El televisor en marcha, tú con tus padres y tu hermano viendo el primer capítulo de una serie que no acababas de entender pero que ejercía sobre ti una poderosa atracción, sobre todo por su protagonista, el detective Pepe Carvalho, interpretado magistralmente por Eusebio Poncela, y por su ayudante, Biscúter, a quien Ovidi Montllor puso cara y voz y gesto. Pulsas sobre la imagen y ves a Carvalho subiendo unas escaleras detrás de una prostituta, todavía no sabes que no sólo es el detective más importante de la literatura en castellano, sino que sus novelas contienen un trasfondo costumbrista y social que contribuye a entender la historia reciente de este país.
Pulsas sobre la fotografía de una receta de cocina. El vídeo reproduce todas las escenas en las que la gastronomía está presente en sus novelas. Al mito de Carvalho se suma este ingrediente: el Carvalho gourmet. Crea un lenguaje gastronómico propio y habla de recetas y restaurantes que ya no existen, pero que también iluminan la comprensión de un determinado momento de nuestra historia, y que recogerá en diferentes libros: Las recetas de Carvalho, Carvalho Gourmet, o los diez volúmenes de Carvalho gastronómico. La gastronomía, igual que el erotismo, dices, toma una necesidad biológica y la transforma en arte.
Pulsas sobre la portada de un libro de poemas, Nueve novísimos poetas españoles, la polémica antología de Castellet, y aparece su nombre junto al de tu adorado Panero, y al de Gimferrer. Todo el mundo olvida que también fue poeta, dices. Avanza la reproducción de recuerdos y te ves en la biblioteca de tu Facultad, leyendo de un tirón Coplas a la muerte de mi tía Daniela. Después sales al mundo real y te sientes como una hormiga a la sombra de sus versos.
Pulsas sobre la imagen congelada de un sombrero y una pistola. El escritor de novela negra se impone sobre todo lo demás. Te ves leyendo con fruición algunos de sus títulos más célebres: Asesinato en el Comité Central, Tatuaje, Los mares del sur. Sus novelas son mucho más que una historia de detectives. Sientes una inesperada nostalgia. Últimamente no pasas de la página veinte de cualquier thriller, ni siquiera de los más vendidos. O a propósito de ello, dices. Te prometes leer algún libro suyo de los que tienes pendientes, para reconciliarte con un género que adolece de la veracidad que el sabía otorgarle, lejos de los tópicos a los que hoy parece rendirse.
Pulsas sobre la página de un periódico abierto. No sabes qué fecha es ni dónde te encuentras, pero es lunes porque ese es el día en el que, durante muchos años, escribía su columna que tú buscabas a menudo y que leías como una Biblia. Sus artículos de opinión son un referente para el periodismo de izquierdas, no sólo por la luminosidad de su pensamiento, sino porque creó un estilo propio en el que el humor funcionaba como contrapunto de, en palabras de Juan Cruz, la actitud periodística de la izquierda, acostumbrada a mirarse al espejo como si estuviera siempre acosada por un drama que le impedía reírse. Él consiguió que nos riéramos de nosotros mismos sin sacrificar el ejercicio de una reflexión seria. Ese mismo estilo, entre el chiste y la introspección, se plasma en otros libros suyos, como Autobiografía del General Franco, o Escritos subnormales, dos títulos que leíste por casualidad y que alimentan el mito, la leyenda, la imagen de hombre renacentista de la palabra, un Da Vinci de la escritura, capaz de escribir la mejor novela negra, la más acertada crónica política, o una miscelánea de obras que van desde una biografía de Serrat hasta un decálogo del buen culé, pasando por el teatro o los libros de relatos, y de los que no puedes olvidar El escriba sentado, sobre todo los capítulos dedicados a 1984 de Orwell y a Graham Greene, y Pigmalión y otros relatos, donde se incluye el cuento El delantero centro fue devorado al atardecer, una historia caníbal aderezada con humor ácido en la que se plasma otra de sus pasiones: el fútbol.
Pulsas sobre la imagen congelada de otra imagen congelada, la de un televisor, como si estuvieses atrapado en un juego de espejos en el que se repite un único instante, un plano general del aeropuerto de Bangkok y una voz en off que narra los hechos, el mensaje terrible de su muerte, como si se tratara de un personaje más de una de sus novelas, un fulminante ataque al corazón que acabó con su vida en medio de turistas y viajeros, acompañado de los zumbidos de aviones que llegan o se marchan, aves metálicas que te recordaron a otra de las historias de Carvalho, Los pájaros de Bangkok.
En el funeral se leyó un poema suyo, El cartero ha traído el Bangkok Post, escrito en los años noventa y, tan premonitorio, que parece que él mismo escribiera su propio final en verso, el de un extranjero que espera vida o muerte/ ignorado en un rincón de Asia. O quizá somos nosotros, dices, los que esperamos, huérfanos de tantas cosas desde que él no está, que después de estos años se hagan realidad las últimas palabras de ese mismo poema: la distancia/ permite a la memoria cumplir nuestros deseos. La memoria sobre una pantalla llena de imágenes, un collage, un escaparate táctil sobre el que pulsas para activar uno u otro recuerdo, para impedir que esa pantalla se funda en negro y todo desaparezca.
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