Estás en Granada, en un local con nombre nórdico de la calle Ganivet. Te acercas a la barra con tu amigo J a pedir las copas del grupo. La chica que os atiende intenta tomar nota mental del pedido, pero algo pasa y se queda paralizada, como un autómata que sufre un cortocircuito. Saca del bolsillo trasero de sus vaqueros, tan ajustados que la imaginas haciendo movimientos de contorsionista para deshacerse de ellos, un lápiz de labios y se da la vuelta para retocarse ignorando vuestra presencia, igual que un niño que comete una travesura y cierra los ojos con la esperanza de que el mundo desaparezca. Cuando se repone, le repites las bebidas una a una mientras echas miradas cómplices a J, a sabiendas que al volver al grupo contaréis la anécdota y la adornaréis, en eso consiste la literatura, en adornar el mundo que nos rodea, para provocar las risas de los demás. No recuerdas haberte reído tanto como en aquel viaje a Granada. La risa y su poder, dices. Y recuperas esa frase de Wittgenstein que has oído tantas veces a Jodorowsky: la risa y el saber se confunden. La risa parece ser también una cuestión de clases, como si la carcajada y la hilaridad se convirtieran en actos demasiado vulgares para la alta sociedad. Freud escribió un ensayo sobre la risa y los chistes que sus adeptos intentaron ocultar durante años, porque lo consideraban impropio de él. En aquel libro afirmaba que la carcajada tiene el poder de liberar al organismo de energía negativa. Eso fue también aquel viaje: una catarsis.

Lo recuerdas por eso, por la risa, y por el encuentro casual en el barrio de la Alcaicería con uno de tus mejores amigos. La alegría más pura es la alegría inesperada, dices. Os abrazáis y se une al grupo junto con su mujer, a pesar de que no conoce a tus acompañantes. Decidís actuar como verdaderos turistas, que es en realidad lo que sois, y entráis en uno de esos pequeños locales, en los que el pasado árabe de la ciudad se impone, a fumar una shisha para alimentar el simulacro. Arropados por el humo compartido, tú y A no podéis evitar hablar entre vosotros, como en un aparte teatral al margen de la escena que sigue su curso, de la obra que os es ajena, porque sois incapaces de estar uno junto al otro y no compartir las últimas impresiones literarias, como si compartierais otro tipo de humo, otra clase se shisha mucho más embriagadora. Ese aparte te evoca a una entrevista de Julio Cortázar en la que afirma, has visto el vídeo decenas de veces, que en algunas ocasiones en las que está reunido con otra gente, incluso en encuentros humanos bellos, hay un minuto en el que una voz en su interior le dice: ¿y por qué no estás escuchando un disco tranquilo en tu casa?

Justo ahí, en ese local que rememora un zoco, entre risas y bocanadas blancas, en ese minuto en el que los dos deseáis estar en otro lugar, en el que los dos sentís el síndrome Cortázar, le hablas de un autor noruego que acabas de descubrir y que te tiene fascinado. Sentados sobre cojines de diseño nazarí, buceando en la conversación general, pero insistiendo en vuestros apartes, como si salierais a la superficie a respirar, le explicas que el proyecto literario de ese noruego loco roza la egolatría y lleva al extremo la autoficción.

Los recuerdas, el viaje y el encuentro, porque suponen algo así como la toma del campamento base en el ascenso de un pico imposible: a los pies del Everest coincides con un amigo que está dispuesto a subir contigo hasta la cima. Eso ha sido para ti la lectura de las más de tres mil quinientas páginas que conforman los seis volúmenes de la obra: hacer cima en uno de tus catorce ocho miles. Después de esta gesta, te parecen más asequibles otras cumbres que esperan tu ascenso como La montaña mágica de Thomas Mann, o Los hermanos Karamazov de Dostoievsky, o La broma infinita de David Foster Wallace. 

No estás seguro de si en aquel momento, que tenía algo de irreal o de impostado por el hecho de estar junto a A en un contexto que no os resultaba natural, como si hubieseis coincidido en otra dimensión, ya habías leído La muerte del padre, pero lo que sí sabes es lo que le dijiste: tienes que leerlo.

Posiblemente es el proyecto de lectura más descomunal al que te has enfrentado, porque es el proyecto de escritura más desmedido desde Proust y su magdalena. No son pocos los que quieren ver en él a una versión hodierna del escritor francés. Hay una diferencia vital con En busca del tiempo perdido, dices. Mi lucha, así se titula el conjunto de los seis libros del autor noruego, es un exhibicionismo excesivo y radical. La obra de Proust, aunque beba del pozo de las experiencias personales, es novela, es literatura en el sentido más puro de la palabra. Es un iceberg.

Mi lucha se inicia con La muerte del padre. Es un libro duro. En ocasiones quieres girar la cabeza y mirar hacia otro lado, sobre todo cuando no se guarda nada, cuando explica con crudeza la decadencia de un hombre: su padre. De hecho, su publicación no sólo removió las letras noruegas, se convirtió de inmediato en uno de los libros más vendidos en su país, sino que hizo estallar su propia vida en mil pedazos. No a todo el mundo que aparece en la novela, amigos y familiares, le gustó el retrato que hacía de ellos. Incluso su tío lo demandó por la imagen que daba de su padre. Esto le obsesionó. No el hecho de la falta de aceptación, sino que creyesen a su tío, que alguien pudiera pensar que había mentido o había inventado ciertas partes de la novela. ¿Y si fuese así?, dices. ¿No es eso la literatura?

Un hombre enamorado, La isla de la infancia, Bailando en la oscuridad, Tiene que llover, y Fin, son los títulos que completan la saga. Hay volúmenes más fáciles de digerir, como Bailando en la oscuridad. Casi un paseo en el ascenso. Otros son laderas escarpadas, apenas transitables, en las que uno se juega la vida. Antes de alcanzar la cima, en las más de mil páginas de Fin, se debe salvar el escollo más grande: una biografía de Hitler que funciona como una novela dentro de la novela.

Cuando acabas, cuando cierras la última página, sientes que has hecho algo heroico a costa de la intimidad de otro hombre. Ya lo has dicho: rompe los límites de la autoficción en un ejercicio de exposición máxima. Nunca has leído, ni leerás, nada parecido.

Esta semana A compartió contigo que había alcanzado uno de sus ocho miles: el Ulises de Joyce. Hablasteis de Mi lucha, de que él había hecho una pausa en mitad de la ruta y de que se sentía incapaz de seguir. En un momento de la conversación confesó que se puede ser feliz sin leer Ulises. Es cierto, dices. No pasa nada que uno nunca lea a Proust, o a Dostoievsky, o a ese noruego loco. No pasa nada si nunca subes al Everest, pero hay una diferencia entre hacerlo o no hacerlo, entre que no pase nada y que pase todo. Uno puede ser feliz sin leer, sin viajar, sin reír hasta la lágrima en un local de Granada. Tal vez en eso consista la felicidad de los necios, dices, en ser feliz, sin que en su vida pase nada.