Tu padre está preparando la maleta. Vuelve a marcharse. Vuelve a salir de viaje. Hay cierto revuelo en casa. Una atmósfera de inquietud. Como si fuera algo de vida o muerte que no se olvide de nada. O como si fuera la única forma que tienen, tus padres, de enfrentarse a la ausencia, a esos días de vacío que se avecinan. Te preguntas si alguna vez se acostumbraron a aquello. Alemania, Francia, Polonia, Dinamarca. No importaba el itinerario. El efecto de la partida siempre era igual de devastador. Entre calcetines y enseres de aseo hay algo que no puede faltar: los libros. Ahora piensas que esa era la manera que tenía tu padre de combatir la soledad: la lectura. Al sumergirse en las historias que leía podía construir la ilusión de hallarse en cualquier otra parte. Un viaje dentro del propio viaje. Lejos de aquella cabina. Lejos de aquellas áreas de servicio repletas de camiones como el suyo. Lejos de un termómetro que no conseguía rebasar la ansiada frontera de los cero grados. Lejos de las cortinillas que corría cada noche para ocultarse de una realidad hostil.
Sólo son especulaciones, dices. Lo que es real es que es domingo y tu padre está preparando la maleta. Esta mañana le has acompañado a la plaza de Santo Domingo a intercambiar sus novelas. Observas cómo rebusca en el cajón de madera de ese quiosco que se convertirá en un recuerdo imborrable de aquel tiempo de pantalones cortos. Busca títulos que no ha leído. O portadas coloridas que llamen su atención. Sabes que tú también leerás algunas de esas novelitas. Así es cómo las llamáis: novelitas. No te importa, ni siquiera eres consciente de ello, que las edite Bruguera y que su nombre correcto sea el de Bolsilibro. El mundo es tal y como lo nombramos cada uno de nosotros, dices. Tampoco sabes que se convertirán en un artículo de coleccionista.  Sólo sabes que has acompañado a tu padre para que intercambie algunas de ellas. Así funciona. Casi todas son de segunda mano. O tercera. O cuarta. Dejas unas y te llevas otras. Y pagas al quiosquero por el trueque. Muchas veces tu padre te compra uno de esos sobres de papel que oculta en su interior todo un ejército de indios y vaqueros, o un regimiento de soldados, que te harán olvidar, por un momento, la inminente partida. En otras ocasiones es tu madre quien las intercambia los lunes en la plaza del mercado. Ahora te das cuenta de que esas novelitas de no más de ciento cincuenta páginas, con un formato de 15 por 10 centímetros, más pequeñas que una fotografía, y que contarás entre tus primeras lecturas, os conectan a los tres de alguna manera.
Aunque la mayoría eran del Oeste, tu padre también seleccionaba algunas de ciencia-ficción. A ellas les debes, y a él, tu gusto por este género. No recuerdas ningún título. Ni ninguna de sus portadas pulp. Pero serías capaz de reconocerlas en cualquier lugar. Porque son una postal de tu infancia. Como un ser mítico al que le debes alabanza. Igual que el camión de tu padre. Igual que lugares que se te antojaban exóticos y lejanos. Irún o La Junquera, por ejemplo, que se alzaban en tu imaginación de niño como una suerte de Camelots. Y los libros en la maleta recorriendo media Europa. Ahora sabes la importancia de leer delante de tus hijos. Ahora sabes que imitabas a tu padre. Ahora conoces la magnitud de la deuda que tienes con él. Ahora reconoces el poder de la lectura. Tu padre tiene más cultura y más conocimientos que la mayoría de gente que conoces. Unos tienen títulos universitarios, dices. Otros, kilómetros de libros leídos, dices. Si los pusiéramos uno detrás de otro, los libros que ha leído tu padre, podríamos pavimentar con ellos las carreteras de media Europa. Lyon, Frankfurt, Berlín, Copenhage, Estocolmo. Un día escribirás una novela sobre todo esto.
La imitación. O una manera de sentirte cerca de él. O lo que sea que te empujaba a leer esas novelitas. Recuerdas el título de la colección: La conquista del espacio. Eso es lo que fueron. Una constelación de estrellas distantes que te empujarían, años después, a leer obras como Los desposeídos de Ursula K. Le Guin, o Mercaderes del espacio de Frederik Pohl, o Dune de Frank Herbert, o los cuentos de Pedrolo, o aquella trilogía de Jordi Sierra i Fabra que arrancaba con la fascinante En un lugar llamado Tierra. Por no hablar del cine, dices. La ciencia-ficción siempre ha inspirado al cine. Se retroalimentan, insistes.
Normalmente es al revés. Normalmente primero lees un libro y luego quieres ver cómo han resuelto su adaptación cinematográfica. Excepto en su caso. Crees que es algo que  no sólo te ocurrió a ti. Estás convencido de que muchos lectores han acudido a su obra después de ver Blade Runner. No es para menos, dices. Y no sólo esta película. También Desafío total, Minority Report, El hombre en el castillo, o Paycheck. Incluso Blade Runner 2049, un film que no se basa en sus libros, sino que es una secuela del film de Ridley Scott. Otra obra maestra de Denis Villeneuve, un director que no deja indiferente y que firma también otras adaptaciones de imprescindibles de la ciencia-ficción, como Dune o La llegada, basada en un relato sublime de Ted Chiang, la última gran sensación del género. Hay que ver la película y leer el cuento de Chiang y volver a ver la película para entender todo lo que ocurre. Lo que ocurre, dices, es que después de hacerlo ya no eres el mismo.
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es el título original de la novela en la que se basa Blade Runner. Es uno de los mejores ejemplos de su obra, porque detrás de la ambientación de género hay una profunda reflexión sobre la misma esencia del ser humano, sobre sus miedos y deseos, que son los del propio autor. Al final, la pregunta del título nos lleva a otra pregunta: ¿qué es lo que nos hace humanos? En el libro también encontramos otra constante de su literatura: el juego entre lo real y lo ficticio. La mayoría de sus personajes cuestionan la realidad y creen que sus mentes viven atrapadas en una simulación. Tal vez porque toda su vida fue un cúmulo de obsesiones, trastornos, intentos de suicidio y relaciones complejas con las mujeres. Su hermana melliza murió a los veinte días de nacer, algo que le afectaría durante el resto de su vida, y su existencia estuvo plagada de episodios psicóticos y de experimentos con las drogas. No es de extrañar el componente lisérgico de sus historias, dices.
A pesar de todo, sigue siendo un autor ninguneado por el hipócrita y suspicaz establishment literario. A pesar de la evidente influencia en el cine. No sólo en las adaptaciones de sus obras, sino de forma más sutil en otras historias como Matrix, El quinto elemento o Gattaca. A pesar de haber escrito 36 novelas y más de un centenar de relatos breves. A pesar de haber cambiado el paradigma de la ciencia-ficción, un género de naves espaciales y extraterrestres hasta que él incorporó el componente humano, la metafísica, la relación con la realidad, la incógnita de nuestro papel en el universo. A pesar de transformar el viaje galáctico en un viaje al cuerpo y a la mente. A pesar de convertirse en los años ochenta y noventa en un icono popular, hasta el punto de autodefinirse como el apóstol de la contracultura.
Le debías estas palabras. Aunque sólo fuera para compensarle tu apropiación. Le robaste la idea para tus confesiones del más autobiográfico de sus libros y del que más se aleja del género: Confesiones de un artista de mierda. Al final eso es lo que somos: insignificantes.
Vuelves al domingo. Vuelves a tu padre preparando la maleta. Vuelves a la influencia que ejerció sobre ti como lector. Querrías devolvérselo de algún modo. Querrías ser tú el que influyese en él ahora para que escriba esa novela que tiene en la cabeza. Querrías que fuera él quien te imitase a ti. Ahora que ya no hay maletas ni viajes ni domingos por la mañana en el quiosco de la plaza de Santo Domingo. Ahora que sólo queda la conmoción, como si te dieran la vuelta igual que a un calcetín, cada vez que ves una de esas portadas llamativas de 15 por 10 centímetros, en una librería de viejo o en una feria del libro de ocasión, y no puedes resistirte a tocarla, a sostenerla entre tus manos, a pasar sus páginas al azar, con la única voluntad de conjurar el pasado.