Te despiertas en mitad de la noche porque la imagen de una moneda, que tuviste en tus manos y decidiste perder, te atormenta. Su huella imborrable socava tu memoria y temes que acabe por convertirse en un agujero, una sima sin suelo, en el que se cuelen todos las formas que la moneda ha adquirido antes de ser una moneda. No recuerdas si anoche bebiste, piensas que la memoria empieza ya a sufrir los efectos del Zahir, pero sientes la urgencia de humedecer tu lengua y tu paladar y tus encías llenas de arena. Lo que sí recuerdas es la frase de tu abuela: quien borracho se acuesta, con agua se desayuna, repetida tantas mañanas, durante tantos años, de forma errónea. Quien con fuego se acuesta, con agua se desayuna, decías, hasta que tu abuela te corrigió y rompió, sin pretenderlo, el aura poética que acompañaba a las palabras.
Antes de alcanzar la cocina, un tigre cruza el pasillo y puedes leer, en la disposición de líneas que configuran su pelaje, un mensaje oculto de Dios. En ese momento sabes que todavía no has atravesado la frontera que separa la realidad y los sueños. Los sueños son otra realidad, dices. Sabes que estás soñando y sabes lo que vas a encontrar en la cocina cuando sortees todos los óbices y rémoras que aguardan en las sombras.
El pasillo es ahora un laberinto de espejos que te reta a identificar tu reflejo correcto entre los cientos que se reproducen. Si erras, recibirás la inmortalidad como condena y nunca más reconocerás tu rostro ni sabrás quién eres.
No tienes miedo, porque todo esto ya lo has vivido. No es presente, dices, es pasado y futuro como un único tiempo. Consigues vencer el laberinto y entras en una biblioteca atiborrada de biografías de gente que nunca existió. No hay duda: has caído en una tela de araña descomunal hilada con los cuentos de ese escritor argentino que un día te hizo estallar la cabeza. Las pistas son inequívocas: la memoria, la eternidad, la postmodernidad, la metaficción.
Intentas recordar si alguien te habló de aquel libro o si pertenecía a la lista de lecturas obligatorias de una de las asignaturas optativas que cursaste en la universidad. No deberías decirlo, pero aprendiste más leyendo los libros de aquella lista que en cinco años de carrera. Lo que sí recuerdas es que no tenías ni idea de quién era él cuando empezaste a leer El Aleph. Esa es la mejor manera de enfrentarse a un autor, dices. Esa sensación de vértigo y pureza que da el desconocimiento y la ausencia de expectativas, porque una vez has leído sus cuentos, una vez entiendes su dinámica de sueños, laberintos, espejos, bibliotecas, autores ficticios, o reseñas de libros inexistentes, una vez has entrado en su juego, ya no puedes leerlo del mismo modo, ya no hay sorpresa, sino admiración.
Hace años, en una conversación literaria después de un taller de escritura, alguien te dijo que te envidiaba porque no habías leído todavía a Vargas Llosa. Lo que envidiaba era la virginidad, dices. Puedes entenderlo, porque tú añoras, y en cierto modo codicias, ese instante, posterior a la turbación inicial de no saber qué estás leyendo, en el que al fin lo comprendes todo, en el que descubres el ingenio del autor y no es posible otra acción más que la de arrodillarse, como hizo aquel desconocido con el que coincidiste en un banquete al oírte hablar de El Aleph y del impacto primigenio de leer El inmortal, relato que abre el libro, y abre la mente, y abre los sentidos, y abre el alma a la predisposición de creer en otros mundos dentro de nuestro mundo. O como cuentan que hizo Mick Jagger cuando se encontró con él en el Hotel Palace de Madrid y le llamó maestro, tomándole de la mano e hincando una rodilla en el suelo.
Sales de la biblioteca, en tu periplo hacia la cocina, con la certeza de que sigues soñando y con el deseo de no despertar todavía, no al menos hasta que consigas ver lo que sabes que te espera. Miras tus manos y las mueves en el aire como si dibujaras un mudra ancestral. Entre las sombras del pasillo te parece ver a un hombre idéntico a ti pero con sus atributos invertidos, no sólo con el corazón a la derecha, sino como si fuera otro ser antagónico al que eres en realidad. No un adversario, dices, sino un ente complementario que ocupa agujeros oscuros. Un desdoblamiento de la personalidad, igual que en aquel relato de El hacedor, una miscelánea de poemas, cuentos, reflexiones, textos breves, al que has acudido tantas veces, como se acude a un libro sagrado o a un breviario de oraciones. Agustín Fernández Mallo publicó una homenaje, un remake que se vio obligado a retirar de las librerías por las presiones de María Kodama, viuda del autor, que lo acusaba de apropiación, precisamente algo que su marido hizo constantemente: la reescritura, la transformación, el plagio reelaborado.
Entre El Aleph y El hacedor, consumiste otras dosis de sus obras, Historia universal de la infamia, Ficciones, como un adicto que busca repetir esa sensación de embriaguez que provocan sus cuentos, el poder de narcotizar y de iluminar a la vez, la confusión y la lucidez, las ganas de gritar después de leer relatos como Pierre Menard, autor del Quijote. Sólo este cuento basta para entender toda su obra, dices.
En la puerta de la cocina te detienes aterrado. No por lo que vas a encontrar, sino por el miedo a despertar antes de tiempo. Caminas a tientas y recuerdas su ceguera. Eso es algo que siempre te fascinó: tenía cincuenta y seis años cuando quedó ciego y tuvo que aprender a escribir de otra manera, dictando sus relatos y poemas a María Kodama. Y a leer de otra manera, dices, en la voz de su mujer. Él, lector voraz, consideraba la lectura una actividad tan excelsa que en una ocasión declaró: que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído.
Al fin alcanzas la cocina. Dejas caer el agua del grifo como si nada, ignorando que te hallas en un sueño. Sabes que está allí, aunque no sea fácil encontrarlo. No al menos tan fácil como poner en marcha un televisor o contemplar un cuadro en la pared. Abres el armario bajo el fregadero. Te inclinas hasta ponerte casi en posición vertical. Entre las tuberías lo ves. Una esfera tornasolada de un par de centímetros en la que confluye el universo visto desde todos los ángulos posibles, sin solapamiento ni tiempo determinado: un Aleph. Pero no es igual que el del relato original. En él no se refleja el mundo real, sino el mundo que debería ser. En él puedes ver cómo le otorgan el premio Nobel a ese escritor argentino, ciego, lector incombustible, reparando así una de las ausencias más escandalosas del palmarés de la Academia Sueca. En él vuelves a ser un universitario que nunca ha leído sus cuentos y que está a punto de asombrarse ante el prodigio de sus palabras con la misma conmoción con la que estás a punto de despertar y de regresar a este otro mundo en el que no hay laberintos, ni espejos, ni tigres que ocultan en su piel el mensaje de Dios. Despertar a ese mundo imperfecto en el que los ciegos somos nosotros.