Tenías que hacerlo. Le debías una confesión. No sólo para hablar de él y de su obra. O de ti, que es de quien realmente siempre acabas hablando. No sólo porque le dieron el Nobel de literatura en 2016. Sino para hablar de fronteras y límites y de qué es o no es una obra literaria.
Tenías que hacerlo porque una voz te lo pedía, te gritaba desde el viento, como si fuese una de sus canciones más conocidas. Una fuerza que te llama y te atrae, como un poderoso imán, y a la que te abandonas confiando en que te arrastrará a un lugar en el que siempre has estado. Así fue la primera vez. Con poco más de quince años. No sabías apenas nada de él. Conocías su nombre y la estela que le acompañaba y la admiración que generaba en algunos de tus grupos o artistas predilectos. Hablaban de él como muchos escritores hablan de El Quijote, con un sentimiento filial, como si reconocieran a un padre. Todavía no había móviles ni acceso a la red. No había listas de reproducción al alcance de un click. Ni plataformas a las que pudieras acudir en busca de imágenes y vídeos. Ni siquiera habías escuchado su voz. Sabías que su nombre era poderoso, como el de un antiguo profeta, aunque fueras incapaz de descifrar su mensaje. No había nada. Nada más que esa llamada, esa atracción, que te dejaba absorto ante el escaparate de un quiosco que ya no existe, que ha desaparecido, como casi todo el paisaje de tu adolescencia. Como los límites de la ciudad en la que naciste y vivías y constituía tu único mundo. Tras el cristal, las revistas colgaban de cuerdas de pita, sujetas con pinzas como ropa tendida. Mirabas fascinado la cubierta del primer número de un coleccionable envuelto en celofán transparente. Mirabas la cinta de cassette que acompañaba a esa primera entrega de una colección que no recuerdas si estaba dedicada a él en exclusiva o no. Lo que sí recuerdas es la portada de la cinta de cassette. Sobre fondo blanco aparece el artista en un plano medio. En sus manos sostiene lo que parece un libro, o una caja de vinilos, o una carpeta. Inclina levemente la cabeza y pierde la mirada en un punto indefinido. Su postura invita a la melancolía y denota una cierta ternura. La boca se abre como si quisiera decir algo. Te recordaba a una imagen de la Virgen, o a un icono ruso. Envidiabas su pelo y la chaqueta, podría ser un abrigo, que llevaba. No podías dejar de mirarlo. Y de desearlo. Hasta que reuniste el dinero necesario. El dueño del quiosco lo descolgó de la cuerda de pita y te dijo que era el último ejemplar. Estuviste a punto de decirle que era tu ejemplar, el que habías estado observando desde hacía semanas, el que te llamaba con una fuerza poderosa, con una voz que sólo tú podías escuchar. Una voz que nada tenía que ver con el tono nasal que salía de tu walkman cuando llegaste a casa. Esperabas encontrar algo grandioso, eso que hacía inclinarse ante él a tantos artistas, que lo convertía en un genio, y hallaste la sencillez de una guitarra, una armónica, y una voz que parecía estar a punto de desafinar en todo momento. Te sentías decepcionado. La decepción sólo es un reajuste de las expectativas, dices.
Tenías que hacerlo porque no se trata únicamente de música. Él es un trovador, dices. Un trovador en el sentido estricto de la palabra. La mayoría de canciones que llenan las listas de éxitos pierden cualquier valor artístico si se elimina el acompañamiento musical. Letras vacías. Letras sin sentido. Letras ridículas despojadas del ritmo o los efectos vocales. Es fácil comprobarlo, dices. Pocos artistas pasan la prueba. En su caso no ocurre. En su caso las letras de las canciones se pueden leer como una obra poética auténtica. Él es un trovador, insistes. De hecho, el concepto de canción, que tiene su origen en la lírica trovadoresca, designaba a un tipo de composición poética que iba acompañada de música y había sido creada para ser cantada.
Tenías que hacerlo porque antes de escuchar sus discos leíste sus letras. Antes de apasionarte por su música te entregaste a su poesía. Canciones que no habías escuchado todavía y que ya te fascinaban cuando las leías en la edición bilingüe de dos volúmenes que compraste en una feria del libro de ocasión. Canciones que se pueden leer sin música y que constituyen por sí mismas, sin necesidad de ningún acorde, una obra poética de tal envergadura, tanto por su valor como por su volumen, que muy pocos poetas pueden igualar.
Tenías que hacerlo porque le has robado tantas frases que le debes una disculpa.
Tenías que hacerlo porque los versos de A Hard Rain’s A-Gonna Fall, o de Tombstone Blues, ode Dirge, o de Hurricane, o de I Contain Multitudes, podrían estar en una antología de los mejores poemas de la literatura universal.
Tenías que hacerlo porque cuando lo viste en directo, apenas a unos metros de ti, y cantó Like A Rolling Stone, sentiste que era uno de los momentos más emocionantes de tu vida. Soñaste que bajaba del escenario y pasaba junto a ti y te miraba y tú no le decías nada porque, como dijo Loquillo refiriéndose a él, a los genios no hay que hablarles, hay que dejarlos pasar.
Tenías que hacerlo porque Poe, T.S. Elliot, Blake, Lewis Carroll, Conrad, o Walt Whitman, entre otros, corren por sus versos. Del mismo modo que él corre por los versos de muchos otros. En 1975 se hizo acompañar, en su gira The Rolling Thunder Revue, por el poeta beat Allen Ginsberg y el actor y escritor Sam Shepard. Mucho de lo que vivieron se recoge en un documental y en el libro que Shepard escribió y que tú leíste casi en trance. La escena en la que recita poemas y canta canciones, junto con Ginsberg, en la tumba de Kerouac, es una muestra más de que, no sólo su obra, sino su vida, es inseparable de la literatura.
Tenías que hacerlo porque es un genio, y los genios están por encima de los convencionalismos, y son excéntricos, pero están llenos de verdad y de autenticidad. No asistió a la ceremonia de entrega de los premios Nobel porque en ese momento no le venía bien. Lo que otros vieron como un desplante, como una burla a la Academia Sueca, o como una extravagancia de divo, tú lo entendiste como un acto de coherencia, lleno de integridad y exento de hipocresía. Para él no tenía importancia el galardón, porque ¿qué autoridad puede tener un jurado que consiente no premiar a Borges, o a Kundera, o a Lorca, y , sin embargo, a Winston Churchill o a Sartre?
Tenías que hacerlo, aunque sólo fuera para contar de nuevo el chiste que se repetía cuando se hizo público el fallo de la Academia, y que a ti te hacía tanta gracia: si a él le han dado un Nobel, Sabina bien merece un Ducados.
Tenías que hacerlo, le debías una confesión.
Tenías que hacerlo porque, como dice una de sus canciones: te dejaré estar en mis sueños, si yo puedo estar en los tuyos. Eso es la poesía, dices. Eso es la literatura.
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