Quién no ha conocido, en estas anchas estepas españolas, a ese encantador y risueño caballero que se alimenta ordinariamente de lechuga, que se atiborra habitualmente de repollo y coliflor, que nos abruma y reconviene con su férrea dieta saludable, y que el fin de semana, con mucho celo y puntualidad, a media luz, en la penumbra de una leonera musical, se administra el gramito y medio de cocaína. Como él, también esa dama nutricionista de nuevo cuño, pululando gozosa y desatada asimismo en estos vastos páramos ibéricos, que nos aconseja qué ingerir, que nos sugiere el sendero de la más beneficiosa alimentación, que, enardecida y malhumorada, exclama: «¡Del chorizo frito también se sale!», y que después luce con alegría sus treinta kilitos de sobrepeso, adquiridos paciente y gratamente en el sofá, abismada noche tras noche en el inmenso cubo de delicioso helado y en la bolsa gigante de patatas fritas, ahora con sabor a rodaballo

Quién no se ha topado alguna vez, en las esquinas de estas lucientes ciudades españolas, con esa simpática señora de mechas verdes, embutida como una morcilla en sus graciosas mallas multicolor, que nos exhorta a salir al monte, que nos arrastra de los cabellos a respirar el aire puro de las lomas, que nos restriega la ramita voluptuosa de romero por el bigote, y que luego, en la soledad de su salita, frente a los cuadros de comunión de los sobrinos, cuando nadie mira, se sopla sus sesenta y cinco cigarritos. Sin escatimar ninguno: el de antes y el de después de cepillarse los dientes, y, muy especialmente, el cigarrito de después del cigarrito.

Con qué encendida entrega nos guía en nuestra relación de pareja ese amigote tan jovial y solícito, ese dechado de virtudes maritales, que nos ofrece las claves de la perfecta convivencia, que nos enseña a abordar los pequeños conflictos cotidianos, que entrena nuestra respiración, que nos inculca el talante sereno y la armonía. Ese mismo amigote que berrea después en mitad de la calle como un animal, sonrojando al barrio con sus continuas trifulcas conyugales. Y la amiga que censura gravemente nuestra cervecita de un día de diario, nuestros —dice ella— flirteos con el pernicioso alcoholismo, y que más tarde, borracha como una cuba, se propone empuñar a toda costa el volante del SUV, porque ella controla, porque no te preocupes que ella controla. Y el entusiasta primo soltero y libertino que nos orienta en la correcta educación de los hijos. Y el vecino reconvertido en asesor financiero, que nos aconseja invertir en esto o en aquello, que se burla de nuestra prudencia mojigata, de nuestros reparos, y que acaba luego endeudado hasta los ojos, arruinada su familia, y que el azar nos lleva una noche de verano a asomarnos al balcón y a descubrirlo corriendo en zigzag entre los coches aparcados, y a descubrir también, corriendo tras él, a una pareja de agentes de la autoridad, enarbolando una porra.

Ay, compadre. Consejos vendo que para mí desprecio, que para mí no quiero, que para mí no tengo.