“¿Te acordarás de mí pasado un tiempo? / Yo fui el que se detuvo a oír la vida / vulgar y se sentía agradecido, / quien volvió a recordar por cierta calle / que para ser feliz no hay que esperar / más tiempo del que abarca un solo día, / un día confundido entre los días”.
Antonio Moreno (Alicante, 1964). Entre sus libros de prosa destacan diarios como Mundo menor (2004) o En otra casa (2012); el relato de un viaje a pie por tierras de Extremadura Estar no estando (2016), el volumen No lejos (2016) y una crónica centrada en los primeros años de su vida, El sueño de los vencejos (2019). En Los espejos del domingo (2004) se recoge algunos escritos de crítica literaria.
Sus libros de poesía son: Los nombres y el tiempo (Aguaclara,1989), Alrededores (Pre-Textos, 1995), Libro del Yermo (Aguaclara, 1996), Solar antiguo (Pre-Textos, 1996), Visión del humo (Pre-Textos, 1998), Partes de un todo (Huerga y Fierro, 1999), Metafísicas ( Pre-Textos, 2000), Polvareda (Pre-Textos, 2003), La tierra alta (Colmares, 2006), Tabla rasa (Centro Cultural Generación del 27, 2007), Intervalo (poesía reunida; Comares, 2007), Nombres del árbol ( Tusquets, 2010), El caudal ( Adonais, Rialp, 2012), El viaje de la luz. Antología poética 1990-2012 (Renacimiento, 2014), Cuadernos de Kurtná Hora (Libros de Canto y Cuento, 2015) y los libros de haikus Unos días de invierno ( Renacimiento, 2016) y Más de mil vidas (Renacimiento, 2018).
Para hablar de Antonio Moreno quizá sobren todas las palabras, todo el atrevimiento que significa definir aquello que existe en sí mismo y se plasma como lenguaje, de manera inevitable. Mirar la vida sería suficiente para entrar en comunión con la autenticidad y la sencillez de su poesía. Y es que el poeta se relaciona de manera sublime con el mundo: el amor por la vida, y por todo aquello que nos afecta y nos conmueve, atrapa cada verso para hacernos entender que la soledad es un espejismo.
“En vosotras, paredes de mi casa, / baldosas barnizadas de aquel suelo / con esteras de esparto y con macetas. / Lozas, cuencos, cristales, plata y cobre. // Espliego seco de una jarra, digo / cuando el vértigo me humilla, / mirlos, duendes, palomas de las torres. / Y ya en este decir encuentro un canto / de todo lo que vi y ahora veo. / Retorno a las palabras y después / puedo callar y enmudecer de nuevo”.
El tiempo es una variable que no existe más allá de la propia idea, que solo está cuando se nombra. Desde esta visión, la conciencia siempre habita el presente, mira con gratitud y disfruta de todo aquello que entra por los sentidos, que conforma el milagro y el misterio de la existencia. La concepción del ser como unicidad con el todo hace que hasta el último aliento busque el vacío.
“El argumento es siempre bien sencillo: / alguien que un día se levanta pronto, / que, ilusionado, sale de su casa / o de cualquier lugar ajeno, y mira, / mira las cosas como renovadas / y él con ellas, sintiéndose así unido / en cierto modo al tiempo; el contrapunto, / sin embargo, también es muy sencillo: / hay en la luz oscuridad, la sombra / perpleja de los otros que miraron / tanta belleza viva y ya no están”.
La fe, el enigma que existe entre la luz y las sombras, crea un estado continuo de asombro; un despertar que fluye a través de los ojos y discurre por un silencio emocionante. La realidad de todo lo palpable traspasa el ser para encontrarse en la propia creación, en ese cosmos espiritual que nos lleva a la plenitud.
“No lo entiendo. La fe, que es transitiva, / que siempre marcha en busca de su dueño / y en su querer suspira por mirar / el rostro que ha soñado tantas noches / y el día verdadero que ella espera, / esa fe, tan de paso en su camino, / tan andariega yendo a su horizonte, / esa fe me ha elegido y no lo entiendo”.
La claridad de los poemas hace que podamos andar junto a Antonio Moreno con la voz en pausa, con ese tono celebrativo que nos hace parte del paisaje, de la memoria; de los pasos que construyen el día a día y conversan con todo lo que es y lo que fue, desde el ahora. Así, nada permanece estático, todo se mueve mientras lo contemplamos.
“Coge una piedra de un lugar querido. / Mientras caminas, llévala en la mano / como quien va cogido de otra mano, / porque es ella también la que te lleva. // Explora su relieve entre tus dedos, / cómo transmite su frescor umbrío / y su pequeña fuerza ahí, en tu palma. // No tiene más edad que tú esta piedra, / ni más ni menos ser que el tuyo ahora. / Siempre estuvo esperando a que pasaras: / para marchar contigo, y tú con ella”.
Con la emoción profunda que provoca lo exterior, aparecen Unos días de invierno y Más de mil vidas, dos libros de haikus que destilan agradecimiento. La sorpresa nos lleva a esta forma japonesa con la que el poeta comparte la belleza intrínseca de la Naturaleza y se despoja, más si cabe, de todo lo accesorio. El ritmo interior y el sabor clásico acompañan a la percepción sensible que, de manera conmovedora, nos hace partícipes del milagro del instante:
“Una medusa, / apenas poco más / que agua en el agua”.
“Ese membrillo / caído, casi intacto, / ya es de la tierra”.
“La inteligencia / sin nombre de unos juncos / vibrando al viento”.
“Está bien claro: / también la rosa sabe / que estoy mirándola”.
“Ante la taza / y el vapor de té, voy / también al aire”.
“Olor a siemprevivas / en ambas manos”.
Caminar por una senda silenciosa a pesar de las palabras, incluso más allá del lenguaje, sería encontrar la esencia, la destreza del silencio en el acto poético. Y es así como se percibe la alegría del observador, de esos ojos que alumbran la tierra y acompañan los pasos del autor. Dice uno de sus haikus: “Buen viaje: al cabo, / ni un solo ser precisa / explicaciones”. De ahí, mi afirmación del principio. Pido disculpas. Y es que, más que explicarse, la obra de Antonio Moreno es un ofrecimiento; un movimiento que nos hace vagabundos por culpa de la belleza que nos trastorna y nos llena de regocijo. Andemos. Leamos.
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